Me molestaba que se
hubiera ido a dormir a la otra habitación. Tampoco entendía muy bien por qué se había encerrado golpeando la
puerta, como escondiéndose en esa otra cama que también era nuestra: no
habíamos discutido, eso seguro -¿era seguro?- y un poco antes me había dado un beso y yo me había sentido feliz.
Hace un rato nos amábamos, pero el rato pasó y en vez de amor nos separaba una
puerta que dividía el mundo en propiedades privadas. Un rato puede ser un siglo
en otros mundos, y yo desde hacía tiempo que no sabía en qué mundo estaba. Abrí
la puerta para buscarla y me desesperé cuando no la encontré. Tuve que
rodar pradera abajo hasta chocarme con las montañas de oro que marcaban los
límites de ese con otro entonces, de
esa con otra idea. Me costó verla cabalgando sobre un caballo. Esta es mi idea, me
dijo, andáte a buscar la tuya. La orden
no hizo más que enfurecerme. Estaba en mi casa y había una fiesta de tiempos
remotos en la que ella era la invitada principal y yo tenía una papel marginal. Me quedé un rato mirándola montar el
lomo de ese animal, pero sabía que ya no me veía: era un reflejo omnisciente que
podía conocerlo todo, pero a mí nadie podía sentirme ni conocerme. Cerré la puerta
con ganas de existir, con ganas de que el sonido fuera mi huella material, o de que algo de
mí quedara visible en algún lado.
Quizás, pensé, durmiendo se me pasara el raye y ella sabría explicarme al día siguiente por
qué me echó así de su vida. Quizás sólo durmiéndome, me convencí, otro pudiera soñarme viva.
A.
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