Al medio día
barrí el patio, junté las hojas descoloridas de la alegría del hogar. Cargué agua
en el balde de 20 litros y llevando la fuerza desde abajo hacia arriba, desparrame el agua fresca.
El piso caliente
hizo ruido, parecía sediento, chupó rápido pensé. Accidentalmente se mojaron
mis ojotas. Hice dos pasos y me resbale, caí de culo. Grité y me mordí la lengua, que sangró, traté de levantarme
pero no pude. Se acercó el gato, me miró con desprecio y siguió. Lo seguía el
perro que lo estaba corriendo. Me lamió la cara, me llenó de baba y del grito
que di, alejó su lengua de mi cara porque se distrajo con un pajarito que pasó al
lado de mi cabeza.
Cuando logré
levantarme busqué un calmante, las llaves del auto y salí para el hospital. Otra
vez yendo para allá. Hace menos de veinte días fui por el dolor en los
brazos, ¿Qué van a creer? ¿Qué tengo mala suerte? ¿Qué me lastimo al propósito
para cobrar seguros? ¿Qué me falta alguien que me cuide?
Me encanta y
disfruto las visitas al hospital. Quizás tenga que ver con lo cómoda que me
siento en esos espacios amplios, donde valoro su arquitectura, los techos altos, las
paredes de cerámica azul con carteles de prevención de todo tipo. La cantidad
de personas en sillas de ruedas y otros tantos en muletas. El aroma del café
expreso en el aire y el humo del cigarrillo que entra desde el patio.
El hospital
está repleto, minado, lleno, no puede más de médicos hermosos. ¡Ay, cómo me
gustan! No puedo evitarlo quizás algo en el inconsciente me haga volver
siempre. Sueño con que, un doctor me sigue la mirada, me llama con las manos y
me da un beso. Así de sencillo, nada romántico. “El beso del médico”, mis
amigas no me creerían y yo tampoco. Todos huelen a perfume francés. Aproveche
cada visita al hospital para aprender de ellos.
Sus manos, ¡Oh,
sus manos! Son blancas con aspecto suave. La mayoría de ellos tiene alianza
pero como no recuerdo, cual es la derecha y cuál es la izquierda no sé si están
casados o comprometidos. Tampoco sé de qué lado va cada situación amorosa. No
me importa la mayoría de las veces.
Un enfermero
me llevó en sillas ruedas a la sala de rayos x. Me acostaron sobre ese
rectángulo de metal frío. Cada vez que apoyo mi cuerpo ahí pienso en la muerte.
Me movió de un lado al otro. Listo, gritó el técnico. Ellos no son lindos, no
tienen olor a nada, siempre están apurados y nunca vi sus manos, algo esconden.
Volví al
pasillo con vista al jardín, justo al lado de la cafetería. Me gusta esperar,
me acostumbré con los años, me adapte a todas las situaciones pero cuando se da
en un lugar así, me parece de película.
Eugenia Beck,
gritó alguien desde el consultorio 7. El enfermero se olvidó de mí y eso que le
había dado 5 pesos por buscarme un café, que me costó 10.
Tomé envión y con los
brazos miedosos emprendí la aventura. Estaba a unos veinte metros, podría
llegar o no. La gente me miraba, tenía la expresión de alguien que hacía y
tenía mucha fuerza. Solo la cara porque en realidad había hecho girar dos veces
las ruedas. Lo mío no son las sillas de ruedas, pensé. Con una motorizada sería
diferente. No me quise adelantarme al diagnóstico, todavía tenía unos metros
para llegar al consultorio. Pasó una chica de 15 años, con una coca le pedí
ayuda. Me dejó en la puerta justo cuando el doctor abría la puerta para gritar
de nuevo: Eugenia Beck.
Entré, le dije buenas tardes y me respondió con una sonrisa, que me dejó ver sus dientes. Su aliento a menta llegaba
hasta a mí.
Bajé la cabeza, le pedí el diagnostico. Respondió con expresión de
dolor: ¡Te fisuraste el huesito dulce!. Respondí
indignada: ¿Cómo huesito dulce? ¿Cómo usted qué es médico usa esa palabra? Él
sonrió, abrió grande la boca, el olor a menta en todo el maldito consultorio.
Exigí una respuesta, no lo conseguí.
Me quejé por el dolor, mi cuerpo estaba doblado. De repente sentí una mano tibia sobre mi
espalda. Levanté la cabeza y el doctor menta,
me estaba buscando la boca.
Berenice
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