lunes, 29 de junio de 2015

Remedio


La casa es vieja. Recuerdo que tenía el piso de madera marrón oscuro, y que al lado de la puerta principal había una mancha de sangre. Nunca pudieron quitarla con nada, tampoco se preocuparon en esconderla.Todos  maltrataron cada rincón hasta arruinarlo.
Los niños y adultos jugaban con las piedras, se las tiraban por la cabeza y hasta el primer llanto que terminaba en sangre no paraban.
Hace tiempo que nadie viene por acá. A nadie le importó vender ni siquiera los animalitos de piedras preciosas que estaban sobre la mesa de mármol en el centro del living. Todos olvidaron los discos y libros sobre la cama de una de las hijas. Las habitaciones estaban minadas de bolsas negras que estaban cubiertas de polvo. Un día volví,sin llaves y con un plan.
Mi tía me había dicho hacía unos domingos que la vecina de al lado había muerto hace tiempo. Entonces no dudé. Salí rápido de casa a la vereda, salté “la reja petisa”y con pasos delicados llegué hasta el paredón del objetivo.
Jugar a ser niña no es fácil; el cuerpo es otro, cambió. Las habilidades sólo tienen vida útil en determinado periodo de la vida. Yo había perdido, quizás nunca lo tuve. Sólo sabía que estaba en otro.
Las puertas no tenían cerraduras, había telarañas por todos lados. Incluso, tuve una en la cabeza hasta que me di cuenta.  En medio del pánico,  la quité de mi pelo. En la puerta principal había muchos sobres, algunos  eran sobres de luz, gas y otras cartas con remitente de Rusia. Lamenté no tener conmigo los anteojos para leer de cerca porque si no me hubiese sentado en el sueño mugriento, a leer intimidades ajenas.
Abrí la puerta gigante de madera vieja. El olor a humedad me llenó  los pulmones con años de abandono. Yo tenía los míos también, sentía que envejecía en cada paso adentro de esa casa.
 Cómo un bebé que recién empieza a dar sus primeros pasos, caminé con miedo por la oscuridad. Choqué contra el paragüero, nada fue más oportuno; tomé uno y lo usé como el palito blanco de los ciegos para llegar a destino sin tropezar,  ni romper nada.
Cerca del destino que había elegido para esta excursión a mi pasado prometedor, dudé por unos minutos. No sabía que estaba haciendo o que quería hacer. Respiré profundo y retomé el camino. Aprendí a respirar profundo cuando me prometí no llorar más, salvo en las muertes de familiares cercanos.
Abrí otra puerta más, entré, apoyé con cuidado el paraguas sobre el picaporte. Me quité el saco y busqué la llave que necesitaba para seguir. Conservé durante años  un recuerdo estaba jugando con el presente para comprobarle a mi pasado si todo esto era real o falso.
¡Verdadero!, grité, y nadie dijo nada.
La llave estaba debajo de la máquina de escribir. Abrí el barcito oculto en la biblioteca. De niña, todo eso no era más que un espacio lleno de botellas con distintas formas y colores, donde atrás había  un espejo que ahora reflejaba mi historia de vida en los ojos negros de tanto fumar.
Crecí y soy una enferma en estado crónico.  Esas botellitas son mi remedio.  Un amigo me dijo antes de morir que él también estaba enfermo pero no de amor, sino de alcohol.

Cuando se llora por amor o por la botella vacía, es lo mismo un beso que puede desarmar  en mil pedazos los labios, como el whisky que prende fuego  la boca y arde desesperado. Ambos son hijos no reconocidos de la soledad en la ciudad porque en el campo las tristezas son otras, eso decía la vecina que murió. 

viernes, 19 de junio de 2015

Pocas cosas me estrujan el corazón




Recuerdo en  invierno los guisos de la abuela. El vapor que brotaba de sus platos hondos. Una mesa que en la punta escondía la sonrisa de mi abuelo.
Después de comer salíamos al patio trasero con mis hermanas y ellos. Cada una agarraba una reposera en la que iba a sentarse. Para nuestros pequeños cuerpos abrirlas era una aventura.
 Mi hermana Laura tenía  un flequillo muy cortito y sus piernas estaban marcadas por su inquietud y por las hormigas que tenía en el cuerpo, según el abuelo. Ella subía y bajaba del árbol sin parar, le quitaba la boina al viejo, se la ponía y se escondía para que la busquemos. La muy tonta se escondía siempre debajo de la cama de ellos, se reía sin parar y los cachetes se le ponían colorados su cara parecía una tomate.
Eugenia, mi otra hermana, consideraba que después de nuestro almuerzo debía alimentar a sus hijitos, que eran sus muñecas. Cocinaba la comidita en un rincón, buscaba tierra, pasto. La mezclaba con agua y les daba de comer a sus muñecas. Mi abuela solía gritarle que dejará el juego porque veía a lo lejos que estaba llena de barro. Ella debía tenernos bañadas y perfumadas para la noche, para recibiéramos a mamá, que venía a buscarnos después del trabajo.
Crecí y me fui alejando de ese patio verde de fines de los ´90 y principios del 2000. También me alejé de  los guisos y me acerqué a las comidas sin identidad, por ejemplo: las hamburguesas.
Todos crecimos. Mi abuelo creció tanto que murió y mi abuela enloqueció. Laura ahora sólo corre el colectivo para ir a la facultad y Eugenia cocina ricas comiditas con verduras y carnes, gracias a Dios, no recuerda las recetas de barro y gusanos.
Hay amigos que dicen, que ser niño no estuvo bien. Siento orgullo por mis días entre los brazos grandes con manchas marrones de  mi abuela y de las cara de cuco que nos hacia mi abuelo.
Existe una ola que nos arrasa, algunos la llaman melancolía. Ésta me lleva por delante cuando escucho Conversando con la noche y el viento de Serrat, siento que me pellizca el corazón. Es una canción vieja, que descubrí hace algunos años. Ella sobrevivirá a todas las épocas, por su sencillez y calidez.
Cuando necesito volver al pasado porque al presente no lo entiendo, siempre regreso al mismo lugar. Al patio de los abuelos, que nos vio crecer a mis hermanas y a mí.
Me detengo un ratito ahí, miro mi cuerpo y todo me parece chico. Dimensiono el espacio y me sorprende como todo era un mundo gigante.
Dejo de pensar tanto los detalles, subo el volumen de la canción. Silbo la melodía y mi abuelo aparece, besa mi frente y sonríe. Me tira las orejas porque todavía no aprendí a silbar.
El abuelo Filemón, se fue hace unos años. Ya no recuerdo su voz pero cuando escucho a al español de voz suave cantar, me gusta creer que es el viejo de bastón y boina que me crio el que canta. 



viernes, 1 de mayo de 2015

Contagio performativo

Teníamos un juego con Guatepeor, nos contagiábamos bostezos por telepatía. Puedo jugar ese juego con vos. Ya te estoy contagiando. A veces funciona muy rápido. Quizás ya bostezaste. Quizás todavía no. Pero vas a bostezar de un momento a otro. Yo bostezo mientras te lo cuento. Es divertido, porque te contagio un bostezo que otra persona me contagió antes. Ahora tenés su bostezo, y ni siquiera la conocés. Tu bostezo no viene de tu cuerpo, viene del mío y a su vez del suyo. Eso pasa con muchas otras cosas. Aunque no solemos prestarle tanta atención. Tu cansancio y el mío son el mismo, todo esto es un solo bostezo compartido. Quizás esta historia te hace doler la cabeza. Cuando bostezo mucho, siento que me duele la cabeza. Aunque en realidad me parece que es al revés. ¿Todavía no bostezaste? Si decís que no, no te creo. "Bostezo" es el lenguaje más performativo. Eso significa que las palabras de verdad transforman el mundo real. Algunos dicen que no. No les creo. Lo puedo probar con muchas otras cosas. Pero esta es la forma más divertida. Después de todo esto, tu cuerpo está transformado. ¿Es un poco escalofriante? Tenés mi bostezo ahora. Tenés mi cansancio ahora. Se va a quedar con vos por lo menos un ratito. Igual no es mío, me lo contagió Guatepeor.