domingo, 23 de noviembre de 2014

Fuegos

Alguno dijo que tenían que hablar. Antes de que conversaran, él insistió en preparar la cena. Ella asintió.
El quemó: la sartén, las arvejas; el mango de la sartén, la cuchara de madera, la paciencia de ella, la posibilidad de una charla tranquila, su propia lengua, y el filtro del extractor. 
Ella quemó, después, un cigarrillo hasta la colilla, la suela de su zapato, el bordecito de una cortina, el recuerdo de su primera salida, la última ramita que le quedaba medio prendida de algún amor. 

Tamara

lunes, 17 de noviembre de 2014

Desde el hospital

Al medio día barrí el patio, junté las hojas descoloridas de la alegría del hogar. Cargué agua en el balde de 20 litros y llevando la fuerza desde abajo hacia arriba, desparrame el agua fresca.

El piso caliente hizo ruido, parecía sediento, chupó rápido pensé. Accidentalmente se mojaron mis ojotas. Hice dos pasos y me resbale, caí de culo. Grité y me mordí la lengua, que sangró, traté de levantarme pero no pude. Se acercó el gato, me miró con desprecio y siguió. Lo seguía el perro que lo estaba corriendo. Me lamió la cara, me llenó de baba y del grito que di, alejó su lengua de mi cara porque se distrajo con un pajarito que pasó al lado de mi cabeza.

Cuando logré levantarme busqué un calmante, las llaves del auto y salí para el hospital. Otra vez yendo para allá. Hace menos de veinte días fui por el dolor en los brazos, ¿Qué van a creer? ¿Qué tengo mala suerte? ¿Qué me lastimo al propósito para cobrar seguros? ¿Qué me falta alguien que me cuide?

Me encanta y disfruto las visitas al hospital. Quizás tenga que ver con lo cómoda que me siento en esos espacios amplios, donde valoro su arquitectura, los techos altos, las paredes de cerámica azul con carteles de prevención de todo tipo. La cantidad de personas en sillas de ruedas y otros tantos en muletas. El aroma del café expreso en el aire y el humo del cigarrillo que entra desde el patio.

El hospital está repleto, minado, lleno, no puede más de médicos hermosos. ¡Ay, cómo me gustan! No puedo evitarlo quizás algo en el inconsciente me haga volver siempre. Sueño con que, un doctor me sigue la mirada, me llama con las manos y me da un beso. Así de sencillo, nada romántico. “El beso del médico”, mis amigas no me creerían y yo tampoco. Todos huelen a perfume francés. Aproveche cada visita al hospital para aprender de ellos.

Sus manos, ¡Oh, sus manos! Son blancas con aspecto suave. La mayoría de ellos tiene alianza pero como no recuerdo, cual es la derecha y cuál es la izquierda no sé si están casados o comprometidos. Tampoco sé de qué lado va cada situación amorosa. No me importa la mayoría de las veces.

Un enfermero me llevó en sillas ruedas a la sala de rayos x. Me acostaron sobre ese rectángulo de metal frío. Cada vez que apoyo mi cuerpo ahí pienso en la muerte. Me movió de un lado al otro. Listo, gritó el técnico. Ellos no son lindos, no tienen olor a nada, siempre están apurados y nunca vi sus manos, algo esconden.

Volví al pasillo con vista al jardín, justo al lado de la cafetería. Me gusta esperar, me acostumbré con los años, me adapte a todas las situaciones pero cuando se da en un lugar así, me parece de película.
Eugenia Beck, gritó alguien desde el consultorio 7. El enfermero se olvidó de mí y eso que le había dado 5 pesos por buscarme un café, que me costó 10. 

Tomé envión y con los brazos miedosos emprendí la aventura. Estaba a unos veinte metros, podría llegar o no. La gente me miraba, tenía la expresión de alguien que hacía y tenía mucha fuerza. Solo la cara porque en realidad había hecho girar dos veces las ruedas. Lo mío no son las sillas de ruedas, pensé. Con una motorizada sería diferente. No me quise adelantarme al diagnóstico, todavía tenía unos metros para llegar al consultorio. Pasó una chica de 15 años, con una coca le pedí ayuda. Me dejó en la puerta justo cuando el doctor abría la puerta para gritar de nuevo: Eugenia Beck.

Entré, le dije buenas tardes y me respondió con una sonrisa, que me dejó ver sus dientes. Su aliento a menta llegaba hasta a mí. 
Bajé la cabeza, le pedí el diagnostico. Respondió con expresión de dolor: ¡Te fisuraste el huesito dulce!. Respondí indignada: ¿Cómo huesito dulce? ¿Cómo usted qué es médico usa esa palabra? Él sonrió, abrió grande la boca, el olor a menta en todo el maldito consultorio. Exigí una respuesta, no lo conseguí.

Me quejé por el dolor, mi cuerpo estaba doblado. De repente sentí una mano tibia sobre mi espalda. Levanté la cabeza  y el doctor menta, me estaba buscando la boca.

Berenice

domingo, 16 de noviembre de 2014

Dos por uno

Ramona se compró dos vestidos, casi iguales. Cortitos, de tela estampada, con encaje en el escote. Uno un poco era un poquito más feo. 
Siempre usaba el que le gustaba menos, el otro era para una ocasión especial.
Lo usó para ir a cumpleaños y fiestas, después a reuniones con amigos, cuando ya estaba gastado, lo usaba hasta para ir al supermercado. 
El que le gustaba más, se lo puso sólo una vez, fue a cenar con un señor, no la pasó ni bien ni mal. 

El día especial, por supuesto, la agarró en ojotas y con remerita de modal. 

Tamara

jueves, 13 de noviembre de 2014

Todos los galpones


¿Te acordás la valijita esa de camping? El otro día la encontré. 
Andá a buscarla, está en el galponcito.
(ordena una tía).


Un día de noviembre, da igual si hubiera sido de marzo (no daría igual de ser diciembre o el mes de su cumpleaños), la señorita visita una casa. Más específicamente visita el fondo de una casa, porque la casa ya la ha visitado otras veces. En verdad el fondo también, frecuentemente, pero sólo ahora le pone atención. Ignora las 73 veces que hubo en medio (no significaron nada) y compara esta última, con una tardecita de algún año de entre 1994 y 1998, tarde que pasó en ese mismo patio. A decir verdad, el de esa tardecita era el patio de otra casa, pero los patios no pertenecen a las casas, sino a las familias que los habitan, y ellos se habían ido desperdigando por la ciudad, llevándose el fondo de la casa con ellos.


Busca la señorita similitudes y diferencias en los patios.

La enamorada de los muros se desprendió por su propio peso en lo alto y dejó un amplio espacio en el que se ve la pared ayer-allá blanca ahora-acá de color gris hongo. Si se toca, se cae un pedazo. Quizás la pared no existe. Es sólo polvo y raíz de enredadera esperando ser desmoronado por la manito ahora mano que no se anima a tocarla, porque entiende a su uña larga y pintada de violeta tornasol como una amenaza.
Tres girasoles de esmalte sintético, que estuvieron alguna vez pintados y luminosos en la pared adyacente, ahora son un polvito amarillo sobre el suelo, y sobre la violeta de los alpes. 
La violeta hoy crece raquítica regada por el pis de los caniches. Un día creció violenta, alimentada del pekinés que descansa abajo de ella. Nadie vaya a recordar el trágico deceso de la primera mascota familiar. Y nadie vaya a notar que un caniche es la única cosa que puede ser más fea que un pekinés. Los perros, al final, son rasgos de época. 
La calesita de colgar la ropa, en otro tiempo, fue el peor pero más tentador de los escondites, porque esconderse atrás de las sábanas te deja ver los pies, pero la sensación de envolverse en la sábana enorme, húmeda, blanca y con olor a jabón no puede resignarse para esconderse abajo de una mesa. La calesita sigue estando, pero ahora tiene cosas colgadas y es un macetero vintage. El reciclaje es tal vez más feo que una cruza de caniche y pequinés. Parece que todo lo que hubo no está más, o en todo caso perdió su esencia.

Se abre la puerta, la tumba el olor a galpón.

El olor a galpón golpea y tira al suelo a cualquier alma distraída con la misma contundencia que lo haría una de las latas de pintura rancia si el estante se venciera y se le cayera a la señorita encima, o como si la escalera de doble hoja a la que siempre le quedó una sola perdiera el equilibrio al ser rozada por un pié. 
El olor del galpón es el mismo que el del otro galpón, el de su casa, la que no puede visitar porque vive adentro, y por estar tan cerca no puede notar como cambia. El olor del galpón es el único, inconfundible, olor de todos los galpones de esa familia. 

Recuerda la señorita a todas sus abuelas.

El olor a todo lo que tiran, a todo lo que esconden, a todo lo que ya no sirve y sobre todo a lo que se guarda porque algún día va a volver a servir, porque les costó mucho esfuerzo, y en el fondo porque le tienen cariño. Como un balde de la pintura verde agua con la que pintaron la habitación de la señorita en 1996, o la rosa viejo con la que decoraron la de su prima en 2002.
 El olor del oxido de los cadáveres de las sombrillas y las reposeras que los vieron odiarse amarse y gritarse en todas las localidades de la costa atlántica y del más allá, del verano en Brasil en el 98. El del set de pesca que ese año no usaron. 
El olor al galpón es único e inconfundible y es sólo de ellos. Les pertenece. Porque aunque fuera el mismo de todos los galpones de todas las familias de todos los universos, aún así no lo sabrían, porque nadie puede, nunca, meterse en un galpón que no le pertenezca. Si alguien entra al galpón de otro, es porque ya se está metido en esa familia de cabeza, y los restos de sus vacaciones y sus reformas y de manteles reutilizados en todas sus fiestas de casamiento ya le pertenecen. 
Curioso le parece a esa señorita que el olor del galpón sea el mismo aunque lo que se entierra en él se acumule con descuido, y que el resto del fondo, la pileta el parque la enamorada, hayan cambiado tanto a pesar del esfuerzo y la constancia de que la apariencia continúe siempre igual. 
Piensa un ratito en la idea de que lo que no cambia nunca es lo que se deja crecer, y en cambio lo que quiere conservarse se desborda. Pero al rosal lo dejaron ser y se trepó a la medianera, se enamoró de los perros y después se secó. Y al limonero, a ese lo cuidaron y tuvieron éxito, esta igualito, o mejor que antes.

Vuelve triunfal la señorita con la valijita que fue a buscar.

Vuelve con la sensación de que una caja de herramientas oxidadas se le cayó en la cabeza, pero con una rara certeza de refugio. De que en veinte años, haya sido lo que fuere, de la familia, de ella, e incluso de esas casas, va a tener siempre a donde volver. 
Porque hay cosas que cambian y cosas que no cambian y no hay ningún tipo de lógica que permita predecirlas, pero el galpón de la familia permanece: así sea que se lo lleve en una caja a algún extremo de Asia al que se vaya a vivir cortando todo lazo, el galpón se las va a ingeniar para instalarse en cualquier cosa a la que ella decida llamar casa, así como se instaló en el fondo de la casa nueva que construyó la tía. Así funciona. Uno se lleva un fragmento de la vida de la familia, que puede ser la valijita que la mandaron a buscar y ahora va a llevarse,  esa será su piedra fundacional. 
Todo lo que descarte y lo que acumule de su vida y de las que se entrecrucen con la suya va a tomar, tarde o temprano, el mismo olor a familia, el olor a todo lo suyo y a todo lo heredado. A lo amado y a lo odiado. A lo que quiere guardarse y a lo que quiere olvidarse, que termina siendo lo mismo y que convive en el mismo lugar. 
En cualquier lugar que ose llamar casa, alguna habitación o al menos un armario se las va a ingeniar para ser el galponcito, el mismo que estuvo en su casa de la infancia, en la casa de su tía, que estará en la de su hermano, que habrá estado en la de la bisabuela, que habrá venido de Italia y que seguramente, por más que lo intente, por más que cambie todo hábito y que limpie y se mude y ordene, no se va a extinguir con ella.

Quedate vos la valijita, lindo recuerdo

(sentencia la tía).



Tamara

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Caramelos ácidos

¿Quién te guiona la vida? Ayer me pareció que la mía era un mamarracho, que la habían escrito borrachos Capusotto y el Raví Shankar.
—El Raví no puede beber. — me corrige el libro de Historia que tengo entre las manos. Se pone serio y me da un sermón, y después se abre en una página que habla de batallas perdidas y me dice que la tengo que leer. 
—Más allá de que mañana tengas exámen, la batalla de Cepeda la debería entender cualquiera — Me comenta el resaltador. 
Desde anteayer que charlo con ellos. 
Desde que vi en Internet su foto mostrando un nuevo amor. 
— Si esta fuera otra época no te habrías enterado — Acota el cable de un cargador de teléfono que estaba sobre la mesa. 
— Eso es cierto, le contesto. La hubiera amado en secreto un rato más, pensando que volvería, y hubiera sido peor la caída.
— Cuando la vecina de la esquina te contara que se casó, y te mostrara la invitación de la boda — Me dice una lapicera que se asoma de entre el espiral de un anotador que la tiene atrapada. 
—¿Estar atada a él no te ahoga? — Le pregunto yo. Porque me están cansando con tanto interrogatorio.
—A veces molesta, pero qué sería de la vida de una lapicera sola.
—Escribirías sin importar donde.
—Hasta que me prestaran a cualquiera, me olviden y me tiren en un cajón. 
Miro de reojo a la pantalla de la computadora. Todavía, en una pestaña, tengo su Facebook abierto. La pantalla parpadea, como si me hiciera ojitos, y no dice nada. La odio. 
—La abriste vos solito. — Me dice el libro. 
—¿Qué va a hacer la pobre? ¿Reiniciarse sóla para que no te enteres que sos tan gil? — Cancherea el cable del cargador. 
—Confiá en mi, que he visto cosas peores. — Me insiste la birome. — Las cartas tristes que escribía mi abuela no tienen nada que ver con estos desamores de whatsapp. 
El libro arranca otro sermón y ya casi me parece mejor terminar de leer cómo se conformó el estado argentino que seguir escuchándolos. Arriba de la mesa quedan un par de objetos que todavía no dijeron nada. 
Hay un puñado de caramelos, los miro y me miran, brillantes, sin decir palabra. Uno de uva me mira intenso, como diciéndome "yo te lo advertí". Lo dejo adentro del libro marcando un segundo la página, mientras me voy a servir un vaso de agua. Cuando vuelvo, me marca un renglón. Dice algo de que "Buenos Aires, derrotada, se reintegra a la confederación". ¿Y yo derrotado a donde volveré? 
Ese caramelo, que se acuerda quién vivía a la vuelta del quiosco donde lo compré, sabe la respuesta. Me mira como diciéndome que no lo haga de nuevo.

Y después me lo como. 

Tamara

lunes, 27 de octubre de 2014

Mancha blanca

"En el fondo estamos solos en un desierto de gente, pero hay que ser muy valiente, apretar los dientes a la soledad"



Le cuesta escribir “Feliz cumple Lauri” y se limita sentir. Cada año vuelve a lo mismo. Saludar al hijo de su hermano suicida es doloroso, mira los ojos del pibe y quiere llorar. Aguanta con un nudo que le sostiene el llanto. Su hija le besa la frente. Parece que él quiere decir algo, pero abre la boca y renuncia.
El perro le pide atención, quiere jugar. Él camina a su habitación y lo corre del camino.
La casa que esta llena de personas y recuerdos. En su cabeza seguro guarda más y en su corazón también debe tener como un álbum de fotografías con ruidos que le recuerdan la risa de su hermano.
No entiende cómo pasó. Recordó que hubo dos avisos, hasta que la valentía le ganó y finalmente sucedió. Fue en el “Día del Amigo”, no dejó carta pero si un mensaje.
Piensa en el Monumental, en la camiseta de River Plate y cómo le quedaba. Lamenta que no estuvo llorando a su lado, cuando se fueron al descenso ese domingo de Junio del 2011.
Laureano seguro pensó en su papá, dijo en voz alta en la habitación fresca y blanca.
Se tocó el pecho porque sintió un apretón. Era la angustia que estaba pidiendo salir pero él seguía fuerte, como los hinchas que bancaron al equipo en todo el viaje en la B Nacional mientras los de Boca le cantaban “RiBer decime que se siente”.
Mañana cuando se levante para ir a trabajar y vaya camino a la estación de tren espiará de lejos, la casa de su hermano, que muchas veces mira sin mirar. 

En una de las paredes de la casa, hoy alquilada a una familia desconocida, hay una mancha blanca que hizo él mismo. Debajo de la pintura había un mensaje de su hermano, qué escribió meses antes de morir. A veces no sabe si siente culpa de haberlo hecho o todo lo contrario, pero sobrevive. Y si uno le pregunta finge no recordar que decía.
Quizás esa mancha sea la voz que ya no está y que le dice “Prometeme que vas a cuidar a mi hijo, si me llega a pasar algo”. 


Berenice

jueves, 23 de octubre de 2014

Perspectivas

—Cada vez que hablás de ella, hablás diferente— me dice casi sin quererlo.

—Fueron muchos años—contesto.

Después apoyo el vaso de whiskey caliente sobre la mesa del jardín de invierno y me pierdo en el horizonte que me regala la ventana de horizontes siempre enmarcados—. En el edificio del frente, una chica de ojos tristes me devuelve la mirada, y desde alguna habitación oculta y lejana, alcanza a ver toda mi vida



                                                     [desde el otro lado].

miércoles, 22 de octubre de 2014

Rio Quilpo


"Este es el fin/hermoso amigo/este es el fin/mi único amigo, el fin/de nuestros elaborados planes, el fin/de todo lo que permanece, el fin/sin seguridad o sorpresa, el fin/nunca miraré en tus ojos...otra vez"


Primera noche de calor. Los grillos cantan, respetan un tiempo en el que suenan todos juntos, después sigue uno, para otro. Retoman el canto y así.
Hace dos noches que no salgo de mi habitación, igual que ellos en la noche vivo. ¿Y durante el día que pasa conmigo? Es difícil saberlo. Algunos dicen que salgo de acá, otros que hace rato no me ven.
El año pasado a esta altura se acercó Julián. Lo recuerdo por el tipo de  calor en la noche y por como el día, parecía post navidad o año nuevo. Me había traído tarta de limón. Estuvimos en el parque charlando y me contó que la novia estaba embarazada. Yo me había puesto contenta, lo abracé y felicité. Ellos habían perdido un bebé cuando recién empezaron a salir y me parecía justo que tuvieran otra oportunidad.
Fuimos novios en la secundaria. Salimos poco tiempo, éramos chicos y no sabíamos nada. Julián siempre fue el más lindo en todos lados. Tenía el pelo algo largo y un poco desprolijo, barba y una sonrisa que dejaba en el camino a cualquiera. Yo era alta, tenía el pelo largo, usaba muchos vestidos floreados y con bastante vuelo. Me gustaba girar sobre un punto y hacerlo hasta marearme para terminar en el piso. Los dos usábamos perfume francés.
 Su madre y mi padre eran amigos de la infancia, nosotros creímos siempre, que entre ellos hubo o había algo. Una historia de amor no podía ser, jugábamos, pero nunca averiguamos bien. En el fondo no queríamos enterarnos porque si así era no podríamos estar juntos. No era lo más conveniente por eso decidimos no saber de más.
Julián siguió dándome buenas noticias. Hablaba de muchas cosas mientras yo comía la tercera porción de tarta. Me dijo que compró una casita en un pueblo; San Marcos Sierra en la provincia de Córdoba. Habíamos viajado una vez allá juntos, cuando éramos novios. La casa estaba a pocos kilómetros del Rio Quilpo. Él tenía una 4x4, imagino que con ella por allí no tendría problemas para ir y venir del pueblo al río que estaba algo lejos.
En el Quilpo, pasamos nuestras primeras y últimas vacaciones. Estuvimos cinco días al lado del rio, sin nada. Al principio estábamos emocionados, me acuerdo que una noche, me desperté, salí de la carpa y vi tanta luz que me asusté. Me preguntaba cómo podría estar todo iluminado si no teníamos electricidad. Cuando levanté la cabeza, miré al cielo y vi todo el universo. Nada más imposible que describir ese cielo, que no era solo nubes, se veían las manchas de la vía láctea, las estrellas que ardían y parecía que se peleaban entre sí para ver quién brillaba más. La luna era inmensa. Abrí la boca y grite: ¡¡¡Julián, vení rápido, dale!!!!
Salió rápido de la carpa, pensó qué me había picado algún bicho, cuando vio que yo estaba bien, dejó pasar un suspiro y se quedó boquiabierto. Él entendió rápido que toda esa luz en el medio de los árboles y la tierra, venía del mismo cielo que hace unas horas atrás solo fue celeste y naranja.
Nos abrazamos con fuerza, lloramos de alegría. Nadie podría ver y sentir todo lo que vivimos con la mejor de las imaginaciones. Aunque quizás ya lo habían vivido otros. Para nosotros, que éramos unos pibes de ciudad, fue aplastante.
Esa noche hicimos el amor bajo ese cielo. No quisimos perdernos nada de todo lo que podría ocurrir allí. Amanecimos viendo como la luna desaparecía entre las sierras.
Le recordé a Julián esa noche. Me abrazó y me dijo al oído que eso fue hermoso. Que agradecía haberlo compartido conmigo. Sentí en su abrazo, algo de lastima por mi.
Dejé pasar mis sensaciones y le pregunté si iban a esperar que naciera el bebé para instalarse allá. Me dijo que, querían que naciera en tierra cordobesa. Acá en la ciudad no tenían más familia, se habían muerto todos. Solo estás vos, me dijo. Estaba cansado del ruido, la gente y el asfalto.
Le respondí con una sonrisa; estaba bien que se fuera. Todos se van de acá para allá, la gente está inquieta. No saben lo que quieren en verdad. Una chica de acá me dijo hace unos meses, que también se quería ir al campo pero no tenía con quien, me había invitado pero no acepte. Ni loca, voy con ella a ningún lado y menos al campo, y si me llegara a pasar algo, ¿para dónde corro?
Julián no había probado la tarta, solo hablo de él, cada tanto me daba me tomaba la mano, se había ido sin probar bocado. Me prometió volver antes de irse. Le dije que esperaría con ganas su próxima visita.
Cuando viene, siento un montón de cosas. Y cuando se va no. Me acostumbré con el tiempo.
 Al principio, lloraba como cuando mi mamá me dejaba en casa de mis abuelos a las 5am. Ella me sacaba dormida de la cama y entre frazadas me llevaba en brazos a la casa de ellos. En cuanto me acomodaba en la cama de mi tía, yo me despertaba  llorando a los gritos desconsoladamente pidiéndole que no me abandonara. Esas palabras me acompañaron toda la vida. Aunque hoy las recuerdo menos que ayer.
Aprendí a disfrutar más las bienvenidas que las despedidas, a soltarlas rápido para no extrañar.
La de al lado, otra vez grita. Me levanto y golpeo la pared, pidiéndole un poco de calma. No para y yo no me puedo poner nerviosa a esta altura. Vuelvo a concentrarme en el cantar de los grillos, siguen ahí. Me pregunto si no podrán ser ranas o sapos, los que acompañen a la orquesta.
Hace seis años que los insectos son mi compañía. Hasta con las cucarachas entable una relación.
Cuando llegué, los primeros días dormí bien; el cansancio fue responsable. Después  desapareció y empecé con problemas de insomnio. La primera noche fue dura y en cuanto logré cerrar los ojos más de treinta segundos sin miedo y con sueño, sentí un pinchazo en la panza. Me moví de un lado a otro de la cama, hice mucho ruido. Tenía una cucaracha picándome la carne.
La corrí rápido, cayó al piso del lado que no hay pared, me acerqué y la mate. Le pegué muchas veces, le dije cosas horribles, insistí hasta que la vi y ya estaba destrozada, toda rota y seca. No sé cuánto tiempo estuve haciendo eso, supongo que bastante.
Por los ruidos se acercaron las enfermeras, me sacaron de la mano izquierda, la zapatilla con la que maté a la cucaracha. Me contuvieron, estaba muy nerviosa y asustada por mi comportamiento. Hace bastante que no reaccionaba así y menos con un bicho.
Nunca antes había matado a un insecto. Mamá siempre dijo que nunca lo hiciera, porque ellas tampoco me quitarían la vida, si pudieran. ¿Cómo iba a sacarles la vida?
Crecí sin quitarle la vida a nada, mientras mis amigas si lo hacían. Carla tenía una obsesión con las hormigas. Pasaba toda la tarde después del colegio en el patio, tirada en el pasto viendo el comportamiento de ellas. Se acostaba boca abajo y las aplastaba con el dedo índice de la mano derecha. Una vez hablamos y le pregunté porque lo hacía. Me respondió que no sabía porque solo le gustaba el poder. Saber que podía hacerlo y solo lo hacía.
Pasó un año. Julián no volvió de la última vez, supongo que se olvidó de visitar a la única persona que le quedaba en la ciudad. No lo culpo…
Imagino que el bebe debe tener unos meses, casi un año. No recuerdo bien las fechas, siempre fui así. Pienso en él, en su bienvenida…me alegra que esté allá, ojalá crezca sin la necesidad de que sus padres lo dejen desde temprano en casa de sus abuelos, llorando y pidiendo no estar ahí. Me tranquiliza que cuando sea un poco más grande, tenga el Rio Quilpo cerca para vivir sus propias aventuras y ver por si mismo, el mismo cielo que alguna vez, hizo muy feliz a muchas personas, una de ellas, yo.



Berenice



jueves, 16 de octubre de 2014

Primera cena

Aurelia se sentó a cenar con uno de los espíritus que viven en su mansión. No les tiene miedo, los conoce desde que era joven. Preparó la mesa, la vistió con un mantel de encaje blanco y puso en el centro un copón con jazmines. Sirvió dos copas de vino, a sus espíritus les gusta beber, y puso dos platos y juegos de cubiertos, pero sólo el suyo llenó con comida, los espíritus no comen.
Conversaron de lo lindos que se estaban poniendo los rosales en el jardín; de que Julieta, la única sobrina que a veces los visitaba, no había vuelto más desde aquella vez que se asustó de la presencia de los espectros en la habitación; y de almas en pena que apagan los faroles de las calles en verano.
Cuando se terminó el vino, Aurelia se despidió del espíritu y le prometió preparar otra cena dentro de poco. Pero en vez de desvanecerse o filtrarse por una rendija entre las maderas del suelo, como solía hacer, el espectro se quedó mirandola a los ojos. Y le brillaban. No tenían la transparencia indiferente de otras visitas, sino una nueva materialidad.
— Ay, no vas a decirme que después de tanto tiempo, te estás volviendo real.
— Real ya soy, Aurelia. Lo que no estoy es vivo. — Le respondió el espectro, y para su sorpresa le rozó el brazo con el dorso de los dedos, y ella lo pudo sentir. 
— ¿En qué te estás convirtiendo? ¿Qué es lo que te está pasando? 
— A mi nada, Aurelia.... Julieta no dejó de venir porque la hayamos asustado. 

Si Julieta había dejado de ir, era porque no quedaba en esa casa nadie vivo para visitar. 

Tamara

lunes, 13 de octubre de 2014

Luisa


“Dos iguales no existen, salvo que…

No importa, no existen”


Todos se despidieron con un beso en la mejilla izquierda por una cuestión de “comodidad”. Ella se acercó a él, le dio un abrazo y él se dejó. Como si fueran conocidos desde hace mucho tiempo se apretaron y despidieron también con un beso en la mejilla. 
Los caminos se abrieron para todos. 
El cielo estaba nublado pero el sol fuerte como un león que rugía rayos de sol. La ciudad calurosa con la humedad que la caracteriza y el asfalto caliente, movieron los pies de Luisa hasta la parada de colectivos. Para ello, debió cruzar dos calles y esperar bajo un techo oxidado.


Tenía una sonrisa pegada con abrazo en su rostro.

Unos días antes, ellos hablaron de una película, él se la recomendó. Ella la vio, le gustó, lloró y recordó algunas de las palabras que repetía él; que ahora entendía de donde venían y que sentido tenían.

Luisa, señalizó al colectivero para que se detuviera, cuando movió el cuerpo para levantar el brazo derecho sintió que algo estaba por caer de allí, revisó su mochila pero estaba sostenida en el frente; debió ser solo una tonta impresión que la distrajo diez segundos, en los que, la señora que estaba detrás de ella en la fila, subió primero. Respiró profundo y subió tras ella. Solía indignarse largo tiempo por actitudes como estas.

Apoyó la cabeza sobre el marco de la ventanilla, abrió todo lo que pudo, para que todo el aire entrara. Buscó en su mochila los auriculares, eligió el disco Grandes Éxitos de Ella Fitzgerald  y el volumen apropiado para viajar y cerrar los ojos.

La sensación de subir a esa autopista siempre fue para ella algo sensacional. Había algo más. Sintió entre sus brazos algo pesado pero delicado como el cristal. Llevaba consigo el abrazo que se habían  dado con él un rato antes. 
Se preguntaba si solo se lo había dado y nada más, o si se lo había robado. Dudo tanto hasta que pudo entender, que solo lo tenía con ella y que debía aprovecharlo. Todos saben que en estos tiempos, los abrazos quedan pendientes como los viajes y varias cosas de la vida moderna.

El cielo se había despejado parcialmente. Por la autopista a mucha velocidad; Luisa se animó a seguir, cerró los ojos y pensó que quizás era el abrazo que tenía en sus brazos una excusa para sacarlo a pasear y que éste sin saber cómo, volvería a casa.
Sol, viento fuerte, boca cerrada, nariz escondida y ella que sentía que tanto aire iba a matarla. A través de sus ojos como un caleidoscopio, un rayo de sol jugaba y ella veía manchas, figuras diminutas, extrañas e inquietas. Por momentos el fondo era rojo infierno y las “cosas” negras, por otros negro y las rarezas grises. También variaban con el naranja: todos estos colores y formas que dependían de la intensidad de la luz del sol.

El colectivo bajó la velocidad, cambió el camino, salieron de la autopista. Ella estuvo todo ese tiempo, abrazada al abrazo que sin querer sacó a pasear. 
Abrió los ojos, una nube negra se lo llevó. Luisa sin ninguna advertencia, quedó sola pero no triste. Quedaba más viaje pero ya no habría más autopista, ni sol.
Suspiró, dejó la ventana igual, volvió a cerrar los ojos y durmió el último tramo abrazada a su mochila.


Berenice


martes, 7 de octubre de 2014

Punto de vista

Dice un señor por celular: 
—Recién estamos saliendo de Chacarita. 
 Sí, sí, los voy a acompañar.
Claro, coman, voy a llegar tarde. — 
 Lo escucho desde el balcón, mientras fumo un cigarrillo. El señor está abajo, en el patio vecino, en una casa de Morón. 
 —¿Todo bien? le pregunta alguien desde la casa. Él asiente con la cabeza, corta y se mete adentro. Sí, seguramente va a llegar tarde.

Tamara

martes, 30 de septiembre de 2014

La ventana abierta

Se lo prometí a Flora: no voy a tocar nada hasta que ella vuelva. Me dijo que tardaba unos minutos pero todavía no volvió. Me dijo que me quede sentadita en la cama.
Le prometí que no voy a tocar nada, que lástima, si no se lo hubiera prometido, podría hacer alguna cosa para que se me pase más rápido el tiempo.
Si pudiera prender la televisión, me divertiría un rato. Pero le prometí que no voy a tocar nada. Así que no puedo tocar ni siquiera el control remoto. Si no se lo hubiera prometido, podría robar un chicle de los que están sobre la mesita de luz.
 Me dijo que tardaba unos minutos, pero me parece que pasaron horas. Me parece que voy a tener que ir pensando en romper mi promesa. Pero romper una promesa es muy malo, así que voy a tener que pensar otra cosa.
Si no le hubiera prometido no tocar nada, podría ir en silencio hasta la cocina a buscar su número que está pegado en la heladera, y llamarla desde el teléfono del comedor, a ver porqué está tardando tanto. Pero prometí no tocar nada. Ni siquiera la manija de la puerta.
La ventana la dejó abierta, para que me entre un poco de aire. Si hubiera sabido que iba a tardar tanto, hubiera gritado, a ver si alguien que pasaba por la calle, a ver si podía buscarla, o llamarla, porque no venía más a buscarme. Ahora ya es de noche y no pasa nadie.

 Me quedé dormida, Flora no volvió. Parece que tampoco volvió nadie a la casa. O a lo mejor vinieron por la noche y se fueron temprano, y no se dieron cuenta de que me dejó acá sola. No puedo salir sin tocar la puerta, pero si hubiera escuchado pasos, les hubiera gritado. No le prometí callarme la boca. Me parece que igual no le gustaría, pero no me hizo prometérselo, seguro que porque pensaba volver en un minuto, y era seguro que no iba a llegar nadie.
Seguro que por la mañana pasó alguna persona por la calle, pero estaba dormida, y ahora es tarde de nuevo y por el balcón no veo más que perros. Esto de no tocar nada es tan complicado, ya no se dónde poner las manos. Me inventé un juego, camino de una pared a la otra y tengo que dar los pasos justos para llegar con el pie entero al borde de la última tablita del piso. 
Es lo único que se puede hacer sin tocar nada. Estuve mirando fijo la manija de la puerta, como para ver si se abría sin tocarla, pero no pasó nada. Un montón de veces estuve por agarrar los chicles de la mesita, pero no vale la pena, romper una promesa por un chicle. La rompería si hubiera un plato de pollo. Pero no hay.
Me inventé un juego nuevo, corro de una pared a otra tomando impulso, y doy saltitos por arriba de la cama. No toco nada, no estoy rompiendo mi promesa, tocar algo con los pies no cuenta. Me estoy enojando con Flora, ya no se donde se habrá metido. Me parece que si se hace de noche de nuevo, y no pasa nadie por la calle, voy a tener que pensar una forma de salir de acá.

El borde de la ventana no es mucho más alto que la cama. No tiene rejas, tiene esos barrales cortitos de cemento de las casas viejas.
Si corro de una pared a la otra, y tomo impulso para llegar a la cama, tal vez pueda correr por la cama y con ese impulso dar un saltito hasta la parecita de la ventana. 
No tocaría nada. Practiqué tanto el juego que no toco ni la pared. No se si la pieza es muy alta, cuando Flora me trajo era temprano y yo estaba dormida.Y no llego a asomarme a la ventana para ver bien la altura, para eso tendría que ayudarme con las manos. 
Flora no vino. Se está haciendo de noche. 
Quizás abajo haya pasto.

Tamara

lunes, 29 de septiembre de 2014

Cita a ciegas

A media mañana nos vimos en un café y me dijo casi sin voz:

“Temo que lo que espero nunca llegue. No hay manera de revivir un instante sin caer en la reproducción. ¿Es que existirá algo más allá del cuerpo, o será todo una ilusión? No hay conformismo que convenza a mi vana ansiedad. Quiero más, y más, y más. Quiero que me den vuelta como un panqueque, que me quemen todos los bordes y me muerdan despacio, de a poco, hasta quedar toda consumida dentro de un cuerpo perdido, bien arraigada a las paredes de un estómago vacío. Quiero alimentar sus entrañas. Quiero alimentarte, ser tu pócima, tu elixir de la vida, tu universo. Quiero un momento improvisado del amor. De tanto que quiero, peco de ambición, y siempre pierdo al amor en la victoria del deseo. Todo es simbolismo y convención, y si no lo es, es experiencia y destrucción. Vos, el límite superador. No, no te me acerques, corazón. Ya sabes lo que pasa: si me abres del todo tu alma, seré perfecta, seré tu virgen, seré tu dios. Y después de un mes, seré el demonio encarnado en la piel de la traición. Todo esto es uno sólo de mis tantos yo. Tengo una flecha floreada que apunta directo al corazón, hace cosquillas en primavera y te atraviesa en el otoño del dolor. Y no quiero verte de nuevo en el piso, con el torso doblado y los brazos alrededor de tus piernas, tan dulce que das pena, hasta perder todo el respeto por vos. Y no quiero ver mi reflejo tan asqueroso que lastima sin poder sentir ni una pisca de culpa con sabor a limón. No quiero retener imágenes vanas. No quiero perder el tiempo. No quiero que me mires a los ojos y me digas que lo nuestro es eterno y ahí estarás, como un sátiro empobrecido, esperando el regreso redentor. Si la eternidad cupiera en este vaso, me la bebería toda hasta hacerla añicos y la escupiría por el inodoro de los años que han sido hasta perderla en las cloacas donde flota todo lo irrecuperable de la vida. Nada es eterno, mi vida, ni vos, ni yo, ni vos y yo. Ni siquiera dios, que dicen que ya ha muerto, y yo lo veo llorando en cada rincón. La fama es pequeña y nos atraviesa con grandeza, y detrás de su sombra, somos pequeños muñequitos de ficción. Ay, si supieras la angustia que se tiene al perder del todo la razón. Pero qué digo, si la razón no existe, si solo queda este tumulto inconcluso de ideas que rozan lo científico y lo lastimero, ideas que se parecen a un animal rastrero que busca un poco de comida para entrar en ebullición. He perdido todo el sentido de la ubicación. No me toques, no me beses, no quiero más hablar con vos. No puedo verte, estoy ciega. No te escucho, estoy sorda. Vete de aquí. Con tu concepto se irá también todo el resto de lo que sos. Es que no queda de mi cuerpo ninguna función. ¿Qué es lo que soy? Si alguna vez fui humana, perdí toda mi forma y mi sustancia. Y es que no sabes, querida, lo que significa perder la razón. Soy solo un fantasma entristecido que yerra cansado y tranquilo, que nada encuentra, que nada halla, que camina atravesando el mundo sin sentir ni un poco de emoción. Al final del día nada queda de mí más que un borroso recuerdo en las páginas de un libro perdido y empolvado dentro de la biblioteca de tu amor”.


Y luego me pidió que lo escribiera. 


Alejandra.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Medida cósmica

Abro medio ojo, que es todo lo que me atrevo a abrir, y compruebo, porque veo el borde de sus dedos, que todavía está ahí. Lo vuelvo a cerrar y hago un esfuerzo imposible en pensar qué decirle. 
Imagino el diálogo entero. Pienso frases, preguntas, reacciones, y respuestas adecuadas para cada reacción. Extiendo un sólo dedo y tanteo con la uña, rozando su hombro, que no se haya ido.
Repaso el diálogo una y otra vez, como si fuera un guión, hasta que queda impecable en mi cabeza. 
Construyo una historia entera para cada respuesta posible. Al final me convenzo de que ya puedo enfrentar la situación.

Pero abro los ojos, y un destello triste en los suyos deja claro que entre mi nariz y sus pestañas hay veinticinco millones de años luz. El destello me alcanza y me borra de un rayo todas las respuestas. 

Tamara

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La otra Pandora

"Pandora abrió la caja y salieron decenas de diablillos", leí. Levanté la vista y la miré a Catalina, que tecleaba poseída en la computadora. Estaba escribiendo un artículo, desde el sillón podía ver el título, que decía "legalización", y que seguro era del aborto o de la marihuana o de alguna de esas cosas sobre las que a mi me daba pánico que ella escribiera. La vi sonreír y me aterré, me la imaginé como una Pandora frágil que no sabía lo que estaba haciendo, la caja que habría, el lío en el que podía meterse. 

—Dejate de revolver en esas cosas, Catalina, que sos muy chica. — Le dije. Y ella, que siempre tiene respuesta para todo, miró el libro que yo estaba leyendo y me dijo que no entendía nada, que el problema de Pandora no era haber abierto la caja, sino que se había asustado y la había cerrado antes de tiempo. Y le contesté que no se hiciera la viva, que a ver como le iba dejando la caja abierta más tiempo. 

 Pero seguí leyendo, y me acordé de que, alguna vez, su madre y yo fuimos jóvenes, y hasta pensamos en ponerle de nombre Esperanza, antes de decidirnos por Catalina. Pero habíamos elegido ese nombre, que nos parecía muy serio. Y el librito de nombres con el significado de Esperanza lo habíamos dejado, como Pandora, encerrado en alguna caja, que perdimos en la mudanza cuando nos vinimos para acá.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Anacrónica

Diciembre de 1998: en una casa de patio grande, una nena lee la última página de tres libros distintos, a ver cuál vale la pena leer desde el principio. La madre la reta: "¡así te perdés la sorpresa!"
Marzo de 2018: en un balcón de departamento, una mujer se imagina el final de tres romances distintos, a ver cuál vale la pena vivir. Su hermana la reta: "¡Te vas a volver loca!"
Diciembre de 2048: en un patiecito, una abuela le cuenta a una nena una historia. Empieza por el final. Nunca la entretuvo la vida en orden cronológico. 

viernes, 12 de septiembre de 2014

Nos vibran los pies

Me gusta hablar con Amalia porque desprecia mis preocupaciones con un tonito que las vuelve cómicas. Su mano arrugada me acercó una criollita con mermelada. "Y eso que vos naciste cuando todavía no había celulares", me dijo. Y me contó una historia. 
Se trataba del romance de dos que se encontraban en plazas porque vivían lejos. Tenían que mandar a alguien que fuera caminando a avisarles dónde se iban a encontrar la semana siguiente. Le dije que me encantaban las historias de antes. —Ahora no hay nada para contar, no le voy a contar a un nieto la historia de una vez que no me contestaron un whatsapp...— 
Me respondió que acababa de decir una tontería, y tuve que estar de acuerdo. 
Pero todavía más tonto era el problema con el que había arrancado la conversación. "Creo que me estoy volviendo loca, porque me imagino que el celular vibró, y no vibró nada". 
—Pero chiquita, se te habrá movido en el bolsillo. 
—No, a veces pasa cuando lo tengo en la mesa. Lo siento cada tanto. 
—¿Será que justo estaba pasando el tren?
—No. Es más fuerte. Me vibran hasta los pies, — le dije, y se rió de mí. 
—En mi época, lo único que te vibraba hasta los pies era el corazón.— Me contestó, y miró por encima de mi hombro, como mirando a aquel tiempo en que para encontrarse confiaban en los árboles. Que no vibraban. Que no mentían. 

Tamara

jueves, 11 de septiembre de 2014

La huida

Puedo dejarte libre ahora. Pero como olvidaré el llenarte, el  inflamarte de todas mis constelaciones. Soñarte despierta entre mis manos. Atarte, despacio, someterte, creer que eras mío para siempre. Recuerdo también la primera vez que te vi, lo recuerdo justo ahora que será la última. Teniéndote entre mis manos te adoraba, pero decidí dejar que seas libre en al aura exterior de los cosmos. Y ese día, cerca de la plaza, a la hora de tomar el té Laura soltó una lágrima y un hermoso globo celeste se alzó en el cielo camuflándose entre las nubes.

                                                                                                                                                                                                                                           Sofía.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Doce cuadras

Tenía tantos motivos para olvidarme el teléfono ese día, que cuando abrí el bolsillo de la mochila y no lo vi, caminé de nuevo las doce cuadras a casa  a buscarlo, sin dudar.
No se me ocurrió revisar en otro bolsillo, ni entre la ropa que tenía en el bolso. Menos que menos me di cuenta de que lo tenía guardado en la campera.
Por eso, solo por eso no estaba en ese tren.

Tamara

viernes, 5 de septiembre de 2014

Los invasores

Sólo nos quedó de ellos la plaga. Los invasores (ese nombre les puso Mimí) llegaron cuando eramos casi unas niñas. Se quedaron lo que en ese momento pareció una eternidad, pero fue un tiempo muy corto en comparación con lo que es una vida. Pasaron por el pueblo como una horda capaz de devastarlo todo, aunque en verdad no destruyeron nada. Sólo nos trastocaron un poquito, o bastante, las existencias.
Realmente su estadía no fue gran cosa. Y en principio, su partida, tampoco. No los extrañamos, cuando se fueron fue como si simplemente hubiera terminado un sueño extraño. Pesadilla, dice Mimí, sueño, digo yo, nunca nos vamos a poner de acuerdo.
Recién cuando ya habían pasado unas semanas de su partida nos dimos cuenta. Estaban por todos lados. Habían dejado el pueblo lleno de bichitos. 
Primero aparecían por casualidad. Una se bañaba y le salía alguno del champú. Te preparabas un té y salían caminando rapidito del aparador. Hacías la cama y allí estaba, una fila como de hormiguitas corriendo desde abajo de la almohada. 
Después empezó a ser peor. Ya no estaban sólo en los detalles. Uno bajaba conversando por la barranca y de repente zaz, un enjambre volador pasaba y cortaba en seco cualquier charla, te dejaba pensando el la última palabra dicha. Estabas durmiendo y pum, te despertabas con una nube de ellos zumbándote alrededor de la cabeza. Intentabas pasar una tarde leyendo en paz bajo un mosquitero pero plum, de repente volvías a la realidad por el cosquilleo, los tenías trepados por todo el cuerpo. 
Tratamos de terminar con ellos, por supuesto. Venenos caseros. Venenos industriales. Fumigadores. Exterminadores que venían de la ciudad. Parecía que ya no estaban y cuando te descuidabas paff, abrías una caja de lápices de aquella época y setecientos de ellos trepados a tu pelo otra vez. 
Después tratamos de ignorarlos. Las mujeres iban a las fiestas como si las filas de hormigas negras que les desfilaban por los escotes fueran algún bordado del vestido. Tomábamos la sopa como si nada hubiese nadado en ella. 
Y al final, con el tiempo, los tuvimos que aceptar. Aprendimos a vivir con ellos. Les hicimos un lugar en nuestras casas y hasta en nuestros cuerpos. En este pueblo se cocina de más, porque hay que alimentarlos; se viste ropa oscura cuando se va a la ciudad para que no se noten los bichitos paseándonos por las espaldas. Se duerme con su zumbido y aunque yo nunca salí del pueblo, los que se fueron y volvieron dicen que cuando no están se los extraña. 
Parece una cosa de locos, que nadie extrañó a los invasores, pero que ahora, cuando nos alejamos, extrañemos a estos bichos. 
Una vez llegaron unos médicos y unos periodistas escandalizados, dijeron que como podía ser que no hicieramos nada para dejar de vivir inundados de parásitos, dicen que somos un pueblo de locos.
Nosotros no estamos de acuerdo. Son parte de nosotros. Cuando llegaron, no fue culpa nuestra. Y ahora se nos hizo costumbre vivir con el cosquilleo en el cuerpo. Son nuestra compañía, una presencia que por las noches nos hormiguea por los pies y por las tardes nos acaricia las orejas. 
Expertos del mundo se ofrecen gratuitamente a exterminarlos. Muchos en el pueblo se están desesperando, quieren marchar para que nos respeten la decisión de seguir viviendo con ellos.
Yo les digo que no pierdan tiempo. Que los dejen. Que vengan. Que traigan sus venenos. Que traten de matarlos. 
Que no van a poder. 

Tamara

jueves, 4 de septiembre de 2014

Carmen

Carmen limpia pisos, encera las escaleras y lava también la vajilla que es tan vieja y esta tan gastada como ella. Carmen tuvo sueños, pero después tuvo hijos y los años se le pasaron limpiando los vidrios de las casas grandes de otros. Cada vez que baldea lava sus heridas, se cuecen en ella como los huevos fritos que prepara la derrota y la impotencia. Cuando trabaja en el bar le gusta jugar a plantear discordia entre las empleadas jóvenes, las acusa de no hacer bien la limpieza, detesta esos veinte años que las separan y las vigila, de reojo, esperando encontrar un error en sus tareas. Carmen fue modelo, cuando era joven, aún todavía cuando suelta una de sus pocas sonrisas su rostro se ilumina y alcanzo a ver su belleza. Imagino su dulce voz ahora resquebrajada por el cigarrillo. Esos ojos arrugados tan pasados por lágrimas eran como un valle de verde e inagotables sensaciones placenteras. De hechizos para los hombres que la veían pasar. Conserva aun su cabellera colorada, y debajo de su atiendo austero y sus rollos de más, se percibe todavía, cierta gracia al andar. Carmen esta agotada, o dice estarlo para salir antes de trabajar, sabe que a su edad, quejarse es una de las pocas cosas que le quedan y es de esas actividades en las que no suele escatimar. Carmen amenaza a su jefe con renuncias, y trata de molestarlo inventando historias de los demás, exhalando pesimismo porque con los años aprendió a condimentar sus días con mentiras para poder vivir sus propias novelas de la tarde. De cuidados de ancianos, de bondis repletos y ningún asiento vació, de poca solidaridad , de hijos que se pierden por las calles, de maridos que se enferman, mientras ella enjuaga las copas de la alta sociedad.

Sofía

sábado, 30 de agosto de 2014

Carta China

Te acordarás: cuando llegué acá era una pichona. Creía obstinadamente en el infinito. El mundo entero existía para ser conquistado y me vine con el aliento de quien no haría otra cosa. Vos fuiste un plus. Creerme inmortal me permitía regalarte promesas, “para siempres” que hoy me suenan hasta nunca, besos que prometían eternidad. Tan segura estaba de mí que me creí que el amor era eso que todos los demás decían, y vos también creíste que podía ser así, eterno. Diez años es mucho tiempo o no es nada. Crecimos. Vos: tan realista que das miedo. Yo: tan utópica que lastimo. Pero las ideas cambian como cambian las personas, no existe tal cosa como la esencia: la vida misma te transforma con fuerzas que ninguna verdad podría comprender. Fueron esas ideas las que me convirtieron en este bicho raro y melancólico que dejó de sentirse inmortal. Tengo la certeza de que fue ese nuestro punto de inflexión. Me aferré con determinismo, casi cayendo en reduccionismos absurdos, al nuevo hipermodernismo de que la vida es una sola y qué mejor que vivirla, mal o bien que se pueda.
Quizás la poesía sea mi gran excusa. No hay vuelta atrás. Entendéme. A vos también te falta valor. ¿Por qué seguimos haciendo esto? Si me permitieras contestar, diría que por curiosidad científica. Sabes que el cuerpo es mi descarga, que cuando las ideas me sobrepasan sólo en las caricias me electrocuta la realidad y entiendo que todavía existo como cuerpo entre tanta abstracción. Sabes que dependo de estas relaciones casi mentirosas de tanta corporalidad para calmar un poco la mente que me duele tan real. Es como si me hubieran parido al revés: de cabeza al mundo y la cabeza me golpeé. Me gustaría que te alcanzara con ver que a cambio te ofrezco cada una de mis ideas, cada ocurrencia y cada poesía, cada cuento y cada hora de mi vida. Ningún lenguaje existe todavía que pueda, mejor que este, hacerte entender mi situación. No existe metáfora que pueda salirse de las monstruosas normas que convirtieron a este en un sacro confesionario. 
Y a pesar de todo sé, baby, que nunca te alcanzaría lo que pudiera darte. De mi te quedan sólo un gorro, un beso en el placar, y esta carta sin final. 

A.

viernes, 29 de agosto de 2014

Etiqueta

Para despegar la etiqueta del envase de cerveza sin que se rompa, los humanos trabajan de a dos.
Para realizar esta tarea, un humano desliza el pulgar por el borde de la etiqueta notando el relieve una y otra vez, mientras el otro comenta que cada día se queda hasta más tarde en el trabajo porque tiene toda la energía puesta en la carrera. 
Inmediatamente el primer humano introduce la uña del pulgar bajo la etiqueta una vez, levantando el borde, y mira a los ojos al segundo humano, que exhala el aire con mayor presión hectopascal que en instantes anteriores, y pregunta por la bufanda que dejó una vez en el sillón. 
El primer humano intenta con cierto éxito recolocar el borde de la etiqueta en su lugar y la afirma presionando con el dedo índice, al tiempo que contesta que la bufanda la sacó de la cartera porque la usó para bajar al supermercado el otro día, y que está en su cuarto, que se la devuelve la próxima vez que vaya a su casa. El segundo humano dice que no importa, que se la quede, que si algún día se ven se la devuelve. 
En ese momento, el primer humano arranca la mitad de la etiqueta de un tirón, sonríe y comenta que suena como si quizás nunca fueran a volver a verse. Mientras este humano intenta pegar nuevamente la etiqueta, fracasa y decide arrancarla toda con pequeños tirones rítmicos, el segundo dice que no sabe, que si se cruzan por ahí está todo bien, pero que no sabe si va a pasar por su casa de nuevo. Insiste en que el primer humano no debe preocuparse por la bufanda, ni por el libro de Cortazar.
 En el instante que sucede al final de la palabra "Cortazar", el primer humano coloca toda la etiqueta, ya despegada casi por completo, sobre el envase que cada vez está más húmedo, porque mucho tiempo ha estado esa cerveza fuera de la heladera y nadie la ha tomado, y aprovechando esta condición de humedad, la desliza presionando con la mano entera hasta la base, retirándola entera. 
Luego, la enrolla con movimientos entrecortados, y con un tono de voz acorde al movimiento de enrosque, dice que está todo bien, que el libro no lo terminó, pero que algún día si quiere le toque timbre y se lo lleva, y si no se lo manda por Tomi o Rodrigo cuando los vea. Finalizada la tarea, el primer humano se levanta y se va, pudiendo dejar el rollito sobre la mesa o llevarlo entre los dedos de la mano metida en el bolsillo, rompiéndolo y rasgándolo de a poquito.