Un instante sobre sus
ojos verdes bastó para que percibiera la existencia de una especie de segunda inocencia. Los años de la
memoria, lo sabía, habían dado paso al olvido. Sí, la vida era así de
paradójica: el pasado dejaba de existir, el presente se consumaba, nada existía
si no era en el placer y el goce de un futuro que andá a saber si llegarían a
vivir, y todo lo demás desaparecía en un instante (un instante tan fugaz como el
sentimiento más profundo del amor). Pero en esos ojos, por un momento, el tiempo
se detuvo y pudo encontrar el centro del Destino (siempre escrito por otro, eso
le quedaba claro, porque en ello radicaba la gracia divina del Destino). Supo,
también, que en otros años, en otra vida, habían compartido algo más que una
sonrisa tímida, un pestañeo de glasé y alguna dulzura desvanecida. Yo te
conozco de otra vida, le dijo, y se resignó a la certeza de que esta vida
no era tan justa, ni tan eterna, ni tan divina. En esta vida, estaba claro,
nunca podría ser suya. Hace tiempo que las personas habían dejado de
ser cosas, y no por eso se había
ganado nuevo terreno en la libertad. Se acercó y la abrazó. No la conocía, pero
la abrazó igual y sintió un viejo abrazo gris y opaco, el eco de algún viejo
recuerdo de amor empolvado de hastío. ¿Acaso tanto se habrían amado? Ahora no
podían entenderse. No podían encontrarse. Se acariciaban, se sonreían, se
morían lentamente en las horas de la melancolía, pero aún así no se tenían. Se
extraviaban de vez en cuando en lo que habría sido de sus vidas, en el sabor
amargo de una vieja compañía, de un presente presuntuoso y sin vida, y en el
deseo de un futuro que era puro sueño y fantasía. Sintió su vieja existencia
feliz, y su nueva existencia vacía.
La soltó lentamente y
la dejó ir; la soltó y sabía que nunca más la vería. No se conocían, a pesar de
que se re-conocían, de que se volvían a encontrar una y otra vez, y otra vez
más: representaban el eterno retorno de las almas que vagan errantes por la
Tierra desencantada. Las puertas del subte se abrieron y caminó hacia la salida.
Ella arrastró sus ojos brillantes y dulces, tan pero tan dulces que derretían,
y se dijeron adiós mientras las puertas del tren separaban a ese de un nuevo encuentro en alguna
nueva vida.
A.
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