sábado, 29 de marzo de 2014

Siento, luego existo.

La mañana llegaba con restos de olor a whisky, cigarrillo y gente amándose a lo lejos, muy lejos de ahí, con algún que otro grito, algún que otro orgasmo ahogado bajo el suave y gelatinoso manto de los sueños, algo como una risa o quizás la complicidad fantástica de pertenecer a varios mundos, de ser parte de otras fantasías, confundiendo la ciencia y la ficción en un éxtasis de armoniosa confusión emocional. Se miró en la tapa del libro que sostenían sus manos, leyó una vez más el Gran Poema que era como su espejo, su hijo monstruoso y deforme que lloraba lágrimas del cielo, y en sus palabras vio reflejada su mirada vacía. No había nada dentro suyo. No tenía alma, pero podía sentir. ¿Con qué órgano del cuerpo podía sentir a pesar de ser infinitamente hueca? Una sola cosa era certera: podía amar y podía llorar. Pero, ¿qué significaba todo eso?

Por un segundo dudó de que su existencia fuera realmente real. 

Alejandra M. Zani

viernes, 28 de marzo de 2014

Sola

Miró con angustia la ventana, ojeó el reloj de la pared, y se dio cuenta que otra vez se habían olvidado de ella. El mozo pasó a su lado varias veces sin mirarla, como si fuera un fantasma, como despreciándola un poco. No tenía por qué, era igual a cualquier otra. El restaurante no estaba demasiado lleno, quizás por eso nadie se le había acercado a preguntar por las sillas vacías todavía. No quería responder la pregunta, sí, estoy sola, sentate. Tampoco tenía muchas ganas de decirle al mozo que la habían dejado. Era un poquito orgullosa. Los dos se habían levantado hace diez minutos ya, primero ella había ido al baño, mientras él se hacía el caballero y pedía la cuenta. Antes de que ella volviera ya había juntado un par de billetes y los había puesto al lado de la taza de café. Para colaborar con la causa, cuando ella volvió, la sacó de su pantalón y la dejó junto a los billetes sucios, gastados. El mozo pasó por tercera vez y levantó la moneda de dos pesos, propina era propina.

Rocío

jueves, 27 de marzo de 2014

La novela de la tarde

En el colectivo van dos chicas exaltadas y me engancho en su telenovela. La chica más alta, que tiene una guitarra, collares de colores y el pelo como si tuviera rastas, llora. En realidad no llora pero paró hace segundos, todavía tiene las pestañas mojadas y se refriega los ojos. Habla con su amiga, que es mucho más bajita y tiene puesto un jean a pesar de que tiene un vestido por las rodillas y hace 30 grados de calor. Comentan algo muy alteradas, hablan de una tercera, una Camila que las trató mal y suspendió el viaje a Brasil. La bajita ahora habla por teléfono con su novio. Es su novio porque le habla con tono de novia y además porque no va a cortar hasta después de haberse bajado del colectivo en Ramos. Nadie puede hablar de Palermo a Ramos salvo que tenga a la persona gratis. Y la mamá no era. Le cuenta de la traición de Camila. Dramatiza. Dice su cara que el novio no está tan indignado con Camila como ella. La de la guitarra se volvió a poner a llorar. La conversación telefónica pasa del chisme al drama en menos de dos estaciones de metrobus. "Yo no sé si puedo o no puedo estar con vos". Eso no se le dice a un novio por teléfono desde un 166 atestado cuando acabás de ser traicionada y dejada sin vacaciones en Brasil al mismo tiempo. Claro que nadie tiene ganas de nadie cuando está en esas condiciones. Pero la chica no analiza sociohistóricamente su enojo. Grita tanto que ya no soy yo sola, hay dos señoras enganchadas con la historia. La amiga se baja. En algún momento, desapercibida, dejó de llorar. Recién pasando Díaz Velez se pone a llorar la del teléfono. Igual no corta. La señora que le prestaba atención parece decepcionada cuando se tiene que bajar. Estamos por llegar a Ramos y yo pienso si tengo alguna excusa para quedarme, ahora que empezó el drama. "No se si no me voy, con vos tengo un problema de confianza" "Decime si no estás de acuerdo" "No, no te voy a reconocer eso. No sos la persona que pienso". Toco el timbre y se para ella también. Sonrío. Me imagino que baja del colectivo y la espera el chico para ver el final de la telenovela en 4D.Bajamos. Va para la estación. Yo tengo que doblar. La miro, trato de deducir algún último dato, espero que se materialice el novio o el amante o Camila... No pasa nada. Doblo en el cotillón. En la puerta de una verdulería dos señores comen una especie de asado mientras tienen una conversación mafiosa, pero esa es otra historia.
Tamara

martes, 25 de marzo de 2014

Es tan dulce (monólogo)

Llevo perdidos tres amores y cinco vidas.. ¿Qué pensarán de mí esas señoras regordetas? Maldito sea el placer de espiar las vidas ajenas, la obsesión del chusma. Tal vez si cuento camiones pueda olvidarme… Un camión, dos camiones, tres camiones. Un muerto, dos muertos, tres muertos… Es el comienzo del fin. Sé que ahora nada puede pasarme; salvo el agobio y el aburrimiento, ningún cuerpo me llamará a gritos de mutilación. Cuatro. Paredes. Cuatro paredes y una claustrofobia sofocante, cansina, maniatada. Qué dulce es el olor al café. Sedantes. Ninguna preocupación: ni deber ser, ni ser real, ni parecer. Ni padres, ni hermanos, ni hijos, ni vasos etílicos que terminen desmayados sobre una cama, perforados contra una piel o estallados como un corazón. ¿Qué querrá decirme ese cartel gigante que me espía desde la ventana? No importa que  lo hayamos pasado a 100 km por hora, ese cartel me persigue, me sigue espiando. Es un ojo vigilante, y yo soy presa. ¿Cuándo duerme ese ojo? Si es que acaso duerme… La hora. Creo que eso quiere decirme: que es la hora. ¿Por qué no traje mi reloj? Algo me abruma. No sé qué será, pero sé que cualquier prisión es mejor que esta falsa libertad. Estoy tranquila, estoy donde tengo que estar. Estoy atada, pero mi mente sigue siendo mía. Es cuestión de olvidar. Cerrar los ojos. Abrirlos. Ver siempre lo mismo. Quiero dejar de ver siempre la misma miseria. Ahora que no van a existir más que cuatro imágenes cuadradas para mí, será fácil olvidar. Sólo debo sentarme, mirar la pared negra, no pensar. Tachar minutos, horas, días. Tachar amores, familias, desencantos. Tachar vidas. Sin imágenes, no quiero imágenes. Tal vez uno que otro puchito… Delgado entre mis dedos, el humo ahogándome, mis días yéndose con él. El perro ese me sonríe y lo único que quiero es bajar y encerrarme. Que me encierren. Me amarga la mirada dulce de ese perro. Quiero matarlo porque se ríe de mí; lo envidio porque no puedo ser un animal, y por eso se ríe de mí. No quiero verlo más, así, burlón. Que me castiguen si quieren. Ingenuos los que creen castigarme. Castigo es la vida, por eso es mejor morirse, matar. ¿Qué mejor que divagar flotante por el universo? Liviano, puro, despreocupado. Por eso matar es tan dulce: porque uno sabe que está acabando con un sufrimiento, con una vida, con un dolor; porque se está liberando a un cobarde de la condena de ser siempre un fracasado, un individuo, un material. Por eso matar es tan dulce. Es tan dulce.  

Alejandra M. Zani

Botón

Esta es la historia de un botón que un viernes decidió renunciar al saco y pasar la noche sólo en Buenos Aires. Rodó por la escalera y se metió en el subte. No era lo que soñaba para su libertad, pero estaba entusiasmado, y un poco asustado, así que era un buen plan. Se escabulló en la línea C del subte, pensó en ir a conocer la A, pero se distrajo y terminó en la D. Como era viernes, siguió a unas pequeñas multitudes de botones de tapados, y terminó en Plaza Serrano. Creía que había estado ahí, pero la recordaba distinta. Por ahí había estado borracho, o a lo mejor era nada más que el mundo se ve muy diferente desde afuera del saco. Contento, estuvo un buen rato dando vueltas metiéndose entre esos bares que tienen un pasillo entre las mesas de adentro y las de la calle. Le gustaban porque podía estar casi adentro sin llamar la atención. Iban llegando botones, todos en grupo en las solapas de la ropa o algunos en pareja, los de las mangas. Algunos eran muy lindos, grandes, brillantes, hasta de colores. Otros eran chiquitos, transparentes, pasaban desapercibidos. Todos se sentaban en las mesas alrededor de tragos, comidas y cervezas. Pero algo, quizás la soledad, hizo que dejara de fijarse en ellos y se detuviera a mirar, por una vez, a las personas. Aprovechó un rato su invisibilidad para mirar de cerca cómo se saludaban, se miraban, se reían... Se acercaban, algunos se tocaban, otros se escapaban, varios se tambaleaban, después se iban. Se tentó de sentarse entre ellos y tomar una cerveza, pero no es una buena idea sentarse entre humanos y menos un viernes, cuando están con sus amigos y parejas y se ponen más incisivos y criticones de lo que ya son. Decidió que mirarlos un poco de lejos estaba y bien, y que podía permitirse la cerveza, si la compraba en otro lado, un quiosco o una panchería. Los humanos tienen algunos lugares a donde incluso los botones solitarios pueden ir tranquilos, mientras no molesten, paguen con cambio y pongan cara de poker. Encontrar un punto desde el cual mirar sin ser visto, cerveza de por medio, era más difícil. La ciudad está configurada para humanos, o en todo caso para botones con empleo, y un botón suelto tomando una cerveza, aunque no lo parezca, llama bastante la atención. Tuvo que ir a comprar impunidad a un Mc Donalds. Es muy difícil ser un botón independiente. Por suerte era un botón ingenioso. De algo había servido ser parte de un saco de lana negro y abrigado, multiuso. Había sido muy usado y arrastrado, pero había aprendido cosas. Con la cerveza en un vaso de cocacola, siguió caminando ya sin llamar la atención, y recordó con un poco de nostalgia los viejos tiempos. Cuando era parte del saco, estas cosas eran más fáciles, y juntándose con otros grupos de sacos y cierres había incluso acampado en una calle despoblada de otra provincia, creía que Salta o Tucumán, alrededor de un vino, sin que nadie dijera nada. Pero las cosas son distintas para un botón sólo, que si se descuida y se mete por calles oscuras puede terminar, en el mejor de los casos, pisoteado, y en el peor, manoseado, cosido en otra parte o guardado en un cajón, o peor, en un bolsillo. Claro que había botones con finales pero no se tenía tanta confianza como para estar seguro de ser uno de ellos. Tembló un poco y se resignó a que, si no juntaba valor, lo mejor iba a ser tomarse el próximo colectivo que lo dejase en casa. Sabía que era un final triste, y se sentía un botón conservador, pero estaba cansado y había recuperado la inercia. Nunca iba a ser un gran botón de esos que terminan en una escultura de vanguardia o siendo los ojos de un monstruo de Berni. Se consoló pensando que por lo menos tenía una historia que contar. A lo mejor inspiraría a algún botón adolescente a hacer lo mismo, a lo mejor sirviese para parecer más interesante entre los botones de tapados y de puños. Se subió al 166, y en el camino por Juan B Justo se reencontró con el saco, que también estaba volviendo a casa. Apenas se había notado su ausencia. Se cosió disimuladamente, en silencio. Y volvió a ser persona. No había cambiado nada, pero había estado bien tener la cabeza fuera del cuerpo, por lo menos por un rato.
Tamara

Piadosas

Desde que nació tiene ese problema: todo lo que no le tiene que decir a nadie nunca, Juan lo dice, enseguida. No se puede aguantar. Por eso cuando estaba en el jardín de infantes confesó que él había robado la plasticola por la que la maestra no permitía que nadie saliera del aula. Y en la primaria, contó que él era el que había anotado las respuestas  de las multiplicaciones en la ventana. Ese verano en Villa Gesell dijo que él había olvidado las llaves tiradas en la arena. De más grande admitió su culpa por haber chocado el auto familiar. Un sólo secreto no reveló nunca. Que en realidad, no había hecho nada. El responsable era su hermano Joaquín.


Tamara

lunes, 24 de marzo de 2014

La Despedida


Entró sigilosa a la habitación esperando que su hija no la vea , para no defraudarla. Se sentó en la cama y curvando su columna aún más que nunca se prendió un cigarrillo.
Se agarró la cabeza y las lágrimas caían incontenibles sobre su rostro poblado de marcas, ella no las disipaba de su cara, estaba pasmada, tratando de entender como podía de un día para el otro perder un pedazo tan grande de su vida.
Se tomó las manos y recordó mirando con sobriedad el piso que nadie sufriría su partida tanto como ella. Todos los recuerdos de la infancia con sus padres en esos momentos en que él salvaba sus tardes se le abalanzaron por la habitación junto con : los abrazos, los llantos, millones de cumpleaños, consejos terriblemente memorables, ojos, cuerpos, besos, nadie. Nadie sufriría lo que ella estaba sufriendo.
Al otro día las escuelas seguirían abriendo, los canales de televisión escupirían sus bazofias cotidianas, los relojes sentenciaran las doce, pero todo para ella se habrá detenido. Los pájaros seguirán cantando, su hija seguirá necesitándola, pero ella ya no podrá fingir la misma fortaleza.

Y ahí estaba el aroma a campo de ese domingo cuando juntos andaban en bicicleta, parecía tan ayer, que aún podía tocar su piel, sentir, la pureza de la juventud en sus movimientos.
Las palabras volaban en derredor en la habitación, su piel helaba, las agujas pasaban centelleantes, más veloces que nunca en el reloj de la indecisión.
No hay nada peor que ver partir, pensó.
El teléfono sonó. Atendió. Miró hacia la ventana y tragó saliva fuertemente.
 Afuera la tormenta de Santa Rosa comenzaba a aparecer y los relámpagos iluminaban un perfil preocupado con un teléfono en la mano. La ventana se fue prendando de sutiles gotas.
Cerró la puerta rápidamente de una patada temiendo que alguien escuchara.
 Desconéctenlo clamó.
Los relámpagos iluminaron la habitación y la tormenta estalló.



Sofía Gómez Pisa.

Sala de espera

Había resultados difíciles de esperar. Nunca pensó que había algo peor que esperar un bondi a las 3 de la mañana en una parada sola, en invierno, congelada de pies a cabeza. O esperar una llamada después de una entrevista de trabajo. Había algo peor, y se estaba dando cuenta ahí sentada, comiéndose las uñas, mirando el noticiero que tenían en la sala de espera. Espera que desespera. Tenía bien elegido el nombre. Otra la ve nerviosa y le pregunta. Quizás fue el pedacito de esmalte en los dientes, las piernas temblorosas  o la manía de sonarse los dedos lo que la delató.  No importaba. Respiró profundo y lo puteó por no estar ahí ¿Cómo iba a estar si no le había dicho nada? Los resultados iban a tardar la hora más larga de su vida. En el minuto 30 se arrepintió de esperar sola, pero era tarde para avisar, y tampoco había señal ¿Desde cuándo los noticieros dedicaban más tiempo a contar lo que hacían las parejas de famosos en vez de hablar de algo un poco más útil? Minuto 45. Imposible concentrarse. El doctor abre la puerta y mientras la mira, agita un papel con unos resultados. Un corazón y medio se detuvo por un segundo.


Rocío



Macarena

Qué no hubiera dado si hace tres años le hubiesen prometido una noche de diciembre con el cielo despejado y Macarena descalza, cruzada de piernas arriba de una silla, soltándose el pelo negro hasta la cintura y volviéndose a armar un rodete, hablándole de Colombia y de los patos de no sé qué lago que migraron por el calentamiento global. Pero se quiere ir. No porque Macarena en realidad le esté hablando a los demás y esquivándole la mirada. Eso es casi una suerte. Y ella no fué la que la esquivó primero. Macarena habla con un acento como de algún pueblo aunque no viene de ningún lado, y se mueve como si bailara mientras baldea el patio un domingo a la mañana, y le saca el tomate a la pizza con gestos de artista. Macarena era tan linda, siempre relajada como si estuviera tirada en la cama, misteriosa con su forma rara de hablar y divertida con sus mañías con el orden, la limpieza y la comida. Y Macarena es tan insoportable con ese falso acento extranjero que parece de actriz frustrada y esos caprichos con los tomates y las aceitunas, y da vergüenza ajena cuando se tira descalza en el suelo y se revuelve el pelo con un gesto ingenuo que no combina con esas camisitas blancas ni con su piel maltratada por el maquillaje. Macarena parece otra, y Macarena no cambió nada. Macarena era un sufrimiento porque en una reunión nadie le sacaba los ojos de encima y ahora es una pena porque nadie la mira y ella da vergüenza queriendo ser el centro de atención. Macarena era el centro del mundo, y el mundo ahora no tiene centro. Se pintaba las uñas de rosa chicle y no le podía quedar bien a nadie en el universo más que a ella. Y ahora tiene las uñas pintadas de verde agua y es un espanto y no se las puede dejar de mirar, pero no porque sus manos son hipnóticas sino porque agarraría un algodón con acetona y se las refregaría hasta ponerla un poco más normal. -Yo no sé desde cuando te odio tanto.- Le dice después de un par de cervezas, y ella se espanta, porque está sobria, a causa de que se está volviendo vegana. Siempre se estuvo volviendo y antes era fascinante y tenía una fuerza de voluntad enorme, y ahora es una tarada y hace cinco años que dice lo mismo, y la cerveza no tiene nada que ver con animales y a ella la pueden el Rimmel probado en conejos y las papas con sabor a jamón serrano. Y Macarena se ofende, Macarena llora, Macarena vocifera adelante de los amigos que no sabe cuando se volvió tan cruel y como puede hacerle eso a ella y cómo pudo haberle importando tan poco. -Sos sádica, Macarena - Y la recuerda cínica, cada vez que le preparó ensalada y se sintió mal por no estar salvando a los peces de la antártida y ella se comió los pedacitos de jamón de sus fideos. Cada vez que ella se indignó y mortificó a sus amigos por contaminadores, por egoístas, por infieles y por cada pavada que le hacía levantar las cejas y poner arrugar la boca para un costado, y después le puso carita de pollo para que le perdonara sus silencios de diez días y las noches que se iba sóla sin decir nada y los escándalos cuando no conseguía el pantalón que quería o no se aguantaba las ganas de comerse sus camarones. Se mueven las baldosas de esas veinticinco cuadras que caminó diezmil y una vez. Porque ella es muy indipendiente, pero le gusta que la acompañen a la casa,y no le gusta esperar el colectivo. Es uno de esos días entre navidad y año nuevo en los que los borrachos con problemas sentimentales florecen por cualquier esquina. Pero no cualquiera de los que están sentados en el escalón del banco Galicia esperando poder mantenerse en pie tuvieron a Macarena en pijama pidiéndoles que vayan a comprar cigarrillos un domingo a las 7 de la mañana. Ni a macarena llamándo un miércoles a las 12 de la noche porque no quería estar sola. Ni la vieron con las uñas sin pintar comiéndose el jamón mientras se hace la que saltea cebolla, ni quedarse dormida porque está agotada de trabajar, y de tratar de conformar a todo el mundo, pero sobre todo cansada de mentir. No cualquier borracho vio débil a Macarena. Vale la pena odiarla. Vale la pena tambalearse agarrado de una reja, para sonreir, pensando que al final es más complicado curar la resaca que curarse de no ser más amado por ella. Vale la pena aguantar planteos para sentir el triunfo cada vez que ella le esquiva la mirada. Vale la pena pasar vergüenza para verla escuchar sobria y atónita todo lo que se guardó estos meses, mientras la veía transformarse, o se le transformaban los ojos. Todo vale la pena, quizás porque los cínicos atraen a los cínicos, quizás porque no se sabe quién es quién.

Tamara

Cíclope

Sonrió algo incómoda. Por supuesto que se sentiría así, si como por mandato de un tirano la habían obligado a zambullirse en esa guerra de ciclones que giraban desconcertados como satélites amparados por pestañas de glasé. Sus ojos avellana me recordaron a algunos otros ojos desnudos y transparentes; a alguna otra mujer, eclipsada y melancólica. Esos ojos eran otros, y yo no era más que un solo ojo perverso y vigilante; no era otra cosa que un Cíclope embistiendo la Gran Muralla, debilitando de a poco la barrera de avellanas que me separaba de aquél Imperio palpitante en su corazón. A medida que las puertas caían anunciando mi victoria, la luz colonizadora me cegaba para siempre.
Y en un microsegundo, las cuerdas flojas de mi destino me ahuyentaron de ahí. No pude evitar pestañear. Perdí el juego, y la perdí.


Alejandra M. Zani