viernes, 19 de junio de 2015

Pocas cosas me estrujan el corazón




Recuerdo en  invierno los guisos de la abuela. El vapor que brotaba de sus platos hondos. Una mesa que en la punta escondía la sonrisa de mi abuelo.
Después de comer salíamos al patio trasero con mis hermanas y ellos. Cada una agarraba una reposera en la que iba a sentarse. Para nuestros pequeños cuerpos abrirlas era una aventura.
 Mi hermana Laura tenía  un flequillo muy cortito y sus piernas estaban marcadas por su inquietud y por las hormigas que tenía en el cuerpo, según el abuelo. Ella subía y bajaba del árbol sin parar, le quitaba la boina al viejo, se la ponía y se escondía para que la busquemos. La muy tonta se escondía siempre debajo de la cama de ellos, se reía sin parar y los cachetes se le ponían colorados su cara parecía una tomate.
Eugenia, mi otra hermana, consideraba que después de nuestro almuerzo debía alimentar a sus hijitos, que eran sus muñecas. Cocinaba la comidita en un rincón, buscaba tierra, pasto. La mezclaba con agua y les daba de comer a sus muñecas. Mi abuela solía gritarle que dejará el juego porque veía a lo lejos que estaba llena de barro. Ella debía tenernos bañadas y perfumadas para la noche, para recibiéramos a mamá, que venía a buscarnos después del trabajo.
Crecí y me fui alejando de ese patio verde de fines de los ´90 y principios del 2000. También me alejé de  los guisos y me acerqué a las comidas sin identidad, por ejemplo: las hamburguesas.
Todos crecimos. Mi abuelo creció tanto que murió y mi abuela enloqueció. Laura ahora sólo corre el colectivo para ir a la facultad y Eugenia cocina ricas comiditas con verduras y carnes, gracias a Dios, no recuerda las recetas de barro y gusanos.
Hay amigos que dicen, que ser niño no estuvo bien. Siento orgullo por mis días entre los brazos grandes con manchas marrones de  mi abuela y de las cara de cuco que nos hacia mi abuelo.
Existe una ola que nos arrasa, algunos la llaman melancolía. Ésta me lleva por delante cuando escucho Conversando con la noche y el viento de Serrat, siento que me pellizca el corazón. Es una canción vieja, que descubrí hace algunos años. Ella sobrevivirá a todas las épocas, por su sencillez y calidez.
Cuando necesito volver al pasado porque al presente no lo entiendo, siempre regreso al mismo lugar. Al patio de los abuelos, que nos vio crecer a mis hermanas y a mí.
Me detengo un ratito ahí, miro mi cuerpo y todo me parece chico. Dimensiono el espacio y me sorprende como todo era un mundo gigante.
Dejo de pensar tanto los detalles, subo el volumen de la canción. Silbo la melodía y mi abuelo aparece, besa mi frente y sonríe. Me tira las orejas porque todavía no aprendí a silbar.
El abuelo Filemón, se fue hace unos años. Ya no recuerdo su voz pero cuando escucho a al español de voz suave cantar, me gusta creer que es el viejo de bastón y boina que me crio el que canta. 



1 comentario:

  1. Muy profundo el texto. Breve, pero lleno de verdades, y es que todo el tiempo volvemos al pasado en nuestra mente ... como añorando algo que nunca volverá y el hecho de saberlo nos hace añorarlo más.

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