domingo, 27 de julio de 2014

El infierno de afuera

La reina-bruja tenía un castillo en su cabeza, "el reino de mi imaginación", decía, y me invitó a pasar. —Lo que quieras, menos mirar para afuera—, me advirtió. 
El palacio era el lugar más bello que alguien pueda imaginar: figúrense, quedaba dentro de una mente. Y no cualquiera; mente de bruja y de reina. Pero no es necesario decir que, sin hacer caso, mirando por una oreja, me asomé: la historia de siempre, la manzana mordida, la caja de Pandora. ¿Quién quiere lo que tiene? Ni siquiera se enojó. 
—Otro humano tan humano—, me dijo con un suspiro. -Ahora que viste más allá, te vas a tener que ir. 
 Me entristecí, no voy a negarlo. Pero no me arrepiento. Afuera, por un instante, con mi imaginación encendida, nos pude ver. La reina y yo, caminando por el bosque, llenando de frutillas una cesta, arrancando champiñones como los de los cuentos de hadas. Y lo más lindo, la reina, pero no la reina oscura de adentro de su mente; la reina iluminada por un rayo de sol. 
 —Si me hubieras hecho caso...— Me despidió con pena. Y me abrió otra puerta. Pasé a un jardín. Estaba repleto de hombres y mujeres tristes, y la contradicción era inmensa. La belleza reinante era aún mayor que la del palacio, pero el dolor en el aire, insoportable. Una jovencita me dio la bienvenida. Le pregunté, con consternación, dónde estabamos. ¿El infierno? ¿Un castigo?
 —Nada de eso. El infierno y el cielo son los dos adentro, y los dos acá afuera. Adentro el infierno de la conformidad, y afuera el infierno de la desilusión. Adentro el cielo de la tranquilidad, y afuera el cielo de saber que la ilusión, después de rota, después del llanto, aún es más bella—. 
 Y así me recibió, a mi entender, en el único de los dos lugares que podría soportar durante la eternidad entera. 

 Tamara

jueves, 24 de julio de 2014

Taller literario

Le prestó atención por primera vez cuando leyó en voz alta uno de sus textos y dijo que los fideos con manteca eran tristes. Cuando tuvo que hacerle una devolución no dijo si era interesante, no lo criticó por repetir varias veces la palabra quizás, ni siquiera por parecer un poco misógino. Lo primero que le dijo fue que un plato de fideos con manteca fuese triste, dependía en realidad de la cantidad de queso rallado que se le pusiera.  Él se la quedó mirando y  no dijo nada, pero la buscó en facebook y la encontró después de descartar diez chicas con el mismo nombre, por suerte estaba ella en su foto de perfil. Ella, ni photoshopeada, ni recortada, ella, con el mismo gorro de lana que se sacaba cada vez que entraba al taller y el tapado rojo de caperucita posmoderna. Ella lo aceptó y descubrió que tenía un blog con más textos  donde le buscaba la tristeza escondida a todas las cosas que se le cruzaban, y seguía repitiendo mucho el quizás, como si no estuviera seguro de lo que decía o lo que quería decir. Él vio que ella tenía un twitter y en la biografía había puesto que era amante del queso y le gustaban los lunes. Ella vio que él tenía muchas entradas anti-lunes y domingobajoneras. Él pensó que era linda. Ella pensó que el taller literario le estaba gustando. Él la invitó a salir. Ella le dijo que sí.

Rocío

La cocina

Alguna vez había parecido una cocina. Ni siquiera estábamos seguros de que lo hubiera sido, no del todo. Siempre había existido, en ese lavadero, en esas alacenas de madera y ese mesón de mármol, un secreto a punta de lengua, un mundo que se mostraba escondido. Y por supuesto, no tardamos en descubrirlo y, como por instinto humano, deseamos conquistarlo.
La primera vez que notamos que el destino regía por encima de nosotros y de la casa, que algo allí tenía vida e historia y esa diacronía nos trascendía, el secreto nos fue revelado sin explicación alguna. No sé bien a quién se le ocurrió trasladar en fila india todos los instrumentos: la guitarra, el cajón, el teclado. Las posiciones las asumimos sin consultarlo. Todos habían nacido específicamente para ocupar el lugar adecuado entre los azulejos acústicos. Como corresponde a la historia, comenzamos con las notas de doce compases y sólo después pasamos a Johnny Dodds y Henry Kaiser, a algún bongó improvisado con ollas y cucharas de madera, y por algún motivo ahí, todos sentados entre el humo y el alcohol, la música salía sola. De a poco se nos iban agregando instrumentos, que una pandereta por acá y unas cacerolas por allá, y nos emborrachábamos con negritas y blanquitas y todos los colores que quisiéramos inventar.
No podíamos salir de ahí. Sentíamos que éramos dueños de un secreto, que nos había sido entregado un regalo de complicidad, y no podíamos echarlo a perder. Temíamos alejarnos de eso que alguna vez había parecido una cocina, que ahora parecía una sala de ensayo con fuerzas magnéticas que nos acercaban y repelían, y quién sabe qué parecería después; temíamos que el espacio y el tiempo se nos fuera quitado y perderlo para siempre en el vacío, en ese paralelismo de mundos que luchan por hacerse notar. Nos turnábamos, de a ratos, para salir a reponer el alcohol y el tabaco, para darnos un baño ocasional o invitar a alguna que otra admiradora y pelearnos como tigres por ella. Pero como todo lo que se vuelve rutina, el espacio nos comenzaba a pesar y las sonrisas se iban remplazando por fatigas. El humo se pegaba a las paredes creando capas de mugre, y en el piso ya no cabían ceniceros ni botellas ni vidas perdidas. Nos hartábamos lentamente, muriendo en cada nota, en cada agudo y cada grave, en cada hora que nos abatía el ritmo. Nuestros temores eran ya certezas: sabíamos que lo que parecía eterno llegaba a su final, que ningún universo tenía cadena perpetua, y que la música no existía en el más allá.


Y como aceptando un pacto silencioso fuimos saliendo de a uno, cada cual con su tiempo de despedida, dejando a nuestras espaldas el umbral mágico de los días felices. Y cuando salíamos mirábamos atrás para asegurarnos, parpadeando un poco aliviados y otro poco con tristeza, que sólo veíamos una cocina y nada más.  

A.

miércoles, 23 de julio de 2014

Ella, el universo y el recuerdo

“Nada nos deja más en soledad que la alegría si se va” escuchaba ella desde un balcón lejano de caballito. Cerca de allí una bocina anunciaba el robo de algún auto, las calles se llenaban de gente anunciando la hora del mediodía. Una ráfaga de viento le beso la mejilla. Comprendió que nada importaba más que este aquí y ahora, estos minúsculos rayos de sol iluminando su cara, el viento levantando sutilmente su pañuelo. Los niños riendo en el balcón de enfrente y una melodía de Serrano ahora sonando a lo lejos.
¿Hay algo mejor que sentir la piel erizándose salvándonos del naufragio de pensamientos? Estaba contenta, no estaba sola, el  universo estaba con ella. De repente lo vio, fue un segundo…paso volando en bicicleta trayendo con ello todo el sabor del pasado, de ese pasado del primer amor. Se sintió abandonada a un frío ancestral que le recordaba la plaza donde se habían citado por primera vez. Él tocando de a poco su panza, besándole por primera vez los labios.
El invierno, lento, agujereándole el alma se posó sobre su sonrisa borrando por un momento todo rastro de alegría. Nuevamente no estaba sola, eran ella, el universo y el recuerdo.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             Sofía.

jueves, 17 de julio de 2014

Mal pintada

Yo conocí Londres y soy afortunada, muy pocas de mi clase lo hacen. Lo logran algunas de las más finas, las que tienen escudos y labrados, pero las comunes, las que estamos pintadas de algún color que se va saltando y nos deja ver el cuerpo plateado y desnudo, nunca vamos más lejos que Córdoba, las Cataratas, con suerte el Sur. 
Pero después de ese viaje, de dos semanas de gloria en las que decenas de Ingleses elegantes me probaban y se maravillaban de mí, quedé recluida en un cajón húmedo y oscuro, rodeada de otras como yo, y sólo me sacaban cada tanto para pasarme de mano en mano y de boca en boca en las peores tardes de invierno, para encerrarme otra vez a la noche. 
Hasta que llegó ella. Me sacó un día de la oscuridad, me lavó, me abrió y me limpió por dentro y me volvió a armar, me dejó secarme con el aire de una noche de verano y después volvió a buscarme. Puso la yerba en un mate grande de calabaza y puso un chorrito de agua fría con delicadeza para prepararme el lugar. Me acarició con agua en el punto justo, sin quemarme, y yo la acompañé durante tardes y noches interminables. Su boca era la más suave que me había probado en la vida. Todas las madrugadas me dejaba afuera, libre, secándome con el aire de las noches estrelladas. Un día me puso en su bolso, junto con el mate de calabaza. Nos fuimos de viaje. Disfruté esos días como nunca. No me usaba mucho pero me llevaba de acá para allá, me hacía lugar en un bolsillo para que duerma, me traía amigos llaveros o destapadores con forma de botellita de cerveza y un imán.  A veces me sacaba un rato y me compartía con una o dos personas que pasaban por ahí. Y nos acostumbramos a vivir así, juntas, de un lado a otro, viajando por todo el país. Hasta que la vio.
Ella apareció de la nada, incrustada en un mate rojo de silicona con lunares negros y blancos. Toda de diseño, con un corazón tatuado cerca de los labios. Primero me reemplazó, pero sin abandonarme. Me dejó encerrada en un bolsillo mientras a ella la sacaba de acá para allá, pero seguimos las tres en viaje. Hasta que la bombilla de diseño terminó de desplegar sus tácticas de conquista y la convenció de abandonarme. Tuvo la sutileza de no tirarme a la basura, me regaló a un uruguayo que se ve que había perdido la suya. El chico se tomó dos mates y se olvidó de mí, como también se debe haber olvidado de llamarla a ella cuando volvió a Montevideo. 
Y así terminaron mis días, oxidándome al costado de una mesa de camping, medio enterrada en el barro. Quizás me entierre del todo una lluvia y esta sea mi tumba, o quizás alguien me encuentre y me tire a la basura. Pero me muero contenta, porque conocí Londres, a pesar de haber sido una bombilla barata de las que vienen gratis con un mate de plástico, mal pintada con esa laca al tono que se salta y te deja medio desnuda. 

Tamara

miércoles, 16 de julio de 2014

La hora mágica

Era la llamada hora mágica en toda la intrépida ciudad de buenos aires. A veces ella se preguntaba donde había adquirido frases tan vulgares y hechas como “hora mágica” probablemente se lo había dicho alguna vez su madre que lo había leído en algún libro espiritual. Lo cierto es que la “hora mágica” era una posición especial del cielo cuando el sol caía iluminando con los últimos rayos los bordes de los rascacielos y edificios. Los tacheros clamaban” esta cayendo la tarde”. Las madres volvían con los chicos del colegió y se decían “hay que apurarnos que cae el sol” esta frase era todavía más apocalíptica. Lo cierto es que en muchas tradiciones las siete de la tarde representaba una hora mágica de transición entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, hora de rituales donde las brujas se preparaban para la reunión. (Si yo también me imagino un montón de señoras narigonas y con sombrero y alguna que otra verruga poniéndose maquillaje y rubor en las mejillas).
Las siete de la tarde era, una hora taciturna, también plagada de melancolía. El sol se hundía mostrando las miserias de la noche. Los buenos corrían a esconderse y las inmediaciones de congreso comenzaban a llenarse de algunos parias temidos por señoras conchetas que solo buscan, como todos nosotros, un mango salvador. Los locales iban cerrando sus puertas,  los trajes corrían por avenida florida y miles de empresarios volvían a sus casas en autos. Las colas de los colectivos se atestaban de gente, los cuerpos se empujaban y en el subte algunos cuerpos quedaban pegados tristemente contra el vidrio en pos de volver a casa en ese último viaje.

Pensando que les deparará el mañana, cuando alineen sus relojes que sonaran en exactamente doce horas y los devolverán a un mundo de presiones, zambullidas en papeles y horarios escuetosy la poca magia que tiene este mundo quedará perdida entre la luz artificial de los techos y el gris envolvedor de las oficinas.
               
                                                                                                                                                                                                                   Sofía

Un tiempo malo

Volvieron los tiempos malos y lo fui a buscar, es un buen amigo pero no está en las malas y en las buenas. Él es sólo de las malas, no se lleva bien con la felicidad, ni propia ni ajena. Me recibió con un vino y como si nunca me hubiera ido. Yo era un poco otra persona pero él no; yo tengo la impresión de que a él no le pasa más el tiempo, ya le pasó toda la vida hace mucho, antes de conocerme. 
—Estoy atrapada—, le dije. Y le expliqué que si pudiera irme a un lugar del que no pudiera volver nunca, lo haría. Primero se lo dije así, realista y quejosa. Le dije que no era cosa de decir que me tomo un avión y me voy a la selva o a Japón, porque iba a poder volver cuando quisiera en menos de un día, y eso no era empezar de nuevo. Me puso cara de nada y me sirvió otra copa. Más tarde, cuando ya hablabamos de historia, de guerra mundial, de guerra bacteriológica y de invasión extraterrestre, se lo expliqué de nuevo.
 —Hubo un momento en el que cualquier viaje era de verdad. El que se iba se su pueblo, probablemente no volviera nunca. Después las cosas cambiaron, pero todavía te podías escapar, te podías ir en un barco a descubrir américa y no volver nunca más, te podías ir a internar en una selva africana, y era una decisión rotunda, no volvías. Y en algún momento podrás decir "basta, dejo todo, me voy a Marte". Y cuando Marte ya no quede lejos, y esté lleno de hoteles y balnearios y humanos pasando sus vacaciones, se descubrirá otra galaxia. El universo es infinito. Pero ahora estamos en un tiempo malo, el mundo que tenemos es chiquito y ya está globalizado, todo. Y el espacio está demasiado lejos.— Le hablé desesperada, moviéndo las manos, casi gritando, casi por llorar. El me miró con el único gesto que tiene.
—¿Vos alguna vez me preguntaste de donde vengo yo?

Tamara

lunes, 14 de julio de 2014

Enchufe y la final del mundo

A enchufe le gustaba mirar pasar las horas buscando algo para encenderse. Nadie lo comprendía, todos lo usaban como un simple elemento chato, abierto a que cualquiera abusara de su potencia. Lo cierto es que enchufe, todo lleno de telarañas colgado debajo del televisor, atrás de la computadora, era el protagonista verdadero de la casa, aunque todos lo dejaran en un segundo plano, relegado a existir sobriamente, como el enchufe de la cocina, siempre peligrosamente mojado, o el de la habitación tan golpeado por la cama.

Enchufe dijo si yo estuviera cerca de Messi, hubiéramos ganado la copa. Pero esa tarde su dueña quiso usar la planchita y llovía. Un hilo de agua se coló levemente por la ventana. Enchufe hizo cortocircuito y murió, su vida como una supernova iluminó por un momento una ventana de caballito que alcanzó a ver el portero y dos niños que se paseaban con corneta. Su vida, inútil, se llevó consigo una calentadora de pelo de Panasonic, sueños incumplidos y el llanto de su dueña que enrulada y electrocutada,  no pudo terminar de ver la final del mundo.
                                         
                                                                                               Sofía

jueves, 3 de julio de 2014

Ella y yo.

Crecimos juntas. O nos destruimos paulatinamente juntas. Cuando yo era pequeña ella era inmensa,  divina, atemorizante. Con los años me fue enamorando, hipnotizando. Casualmente siempre lo que al principio nos causaba desagrado y temor e inclusive repugnancia, termina agradándonos. Es el acostumbramiento de tenerla siempre conmigo. Al principio era monstruosa y rebelde y luego la fui domando, o ella fue domándome. Hemos reído y llorado juntas. Y sufrimos miles de noches. Cantamos miles de amaneceres, los esperamos expectantes. Hemos chorreado humo y violencia. Jamás clemencia. Nos hemos ensuciado. Nos lavaron. Construimos y borramos. Y luego sobre nuestros propios cimientos, volvimos a reconstruir. Siempre algo más nuevo. Más alto. Más supremo. Con más sentido. Lo bueno de esta caótica ciudad es que no se si ella me pertenece, o yo le pertenezco. Si una duda me acontece desde mis adentros descajetandome el mundo,  obnubilándome el camino siempre puedo ver esa nube esplendorosa posarse sobre mis ojos, como si la reina madre ciudad la hubiese invitado a mi melodrama  .Nunca vamos a destiempo, si llueve en mi alma, lloverá sobre esos techos llenos de cables, rasgados de humedad. Luego tendré mucha bronca, por no entender mi tristeza, mi depresión. Y gritare y me estancaré, y destruiré todo a mi paso y un rayo por supuesto caerá divinizado al unísono. Cuando debo despertarme para volver a mis responsabilidades, se cuelan desde el balcón, rayos de luz incandescentes que me invitan a vivirlos. Inclusive pude ver nevar mi ciudad. Fue el día más triste de toda mi vida. Ella lo sabía. La ciudad siempre sabe. Y vertió copos de nieve que me hicieron escapar a la fantasía. Logre así transportarme de paisaje sin salir de mi barrio. La ciudad tiene su lado oscuro, como también lo tiene nuestra mente. Tiene barrios para pasearse decente, tranquilo, con ese fervor que caracteriza al porteño, ese anhelo de querer mostrarse. Como también posee barrios donde esconder los vicios más varios, los placeres más oscuros y banales del ser humano. La ciudad lo poseía todo, para el que deseara frecuentarla.  Todo... menos paz. Y entonces, como no pensar que esta ciudad es simplemente el mejor reflejo, de mi misma.
                                                                                                   Sofía.

martes, 1 de julio de 2014

Otra causa perdida

Fue joven, linda y defensora de causas perdidas [en eso tuvo más pasión que nadie]. Pero está cansada y vieja [y muy joven para haber envejecido tanto], y como ser menos apasionada con sus convicciones no puede, simplemente ya no se convence. Y vive de los restos de sus ideales y son restos tan grandes que por ellos hace muchas cosas: se toma micros, se levanta temprano, se acuesta tarde los domingos, se rompe las manos, se arruina los ojos, conquista el mundo, se hace un té. Pero aunque siga arrastrándose por sus causas ya no las ama, ya no se levanta pensándolas a la mañana. Y se pregunta si convencerla otra vez de algo será, tal vez, la causa perdida de alguien más.


Tamara