domingo, 25 de mayo de 2014

El mediador

Cuando era joven había pensado en formar parte del Partido Socialista, pero después llegó el Duce, transformando una Italia indignada pero esperanzada en otra vengativa y totalitaria, y con eso perdió cualquier vestigio de interés. Al fin y al cabo el comunismo, se había visto ya, era desde sus inicios una teoría con mala praxis, una utopía imposible de aplicar, un movimiento abstracto en la eternidad que escondía dictadura detrás de la máscara de libertad. Pero ahí, en medio del mar, del olor hediondo a pescado y tormenta, de esos marineros sucios y flacuchos, era mediador de ningún lugar. Era un hombre sin identidad, y a nadie debía nada. Ni a su tierra, ni a la de otros. Era, por primera vez, dueño de su crepúsculo sin nada por hacer más que esperar: esperar viendo el infinito,  amando a pocas y repetitivas mujeres, y comprendiendo a los cientos de hombres hendidos.

Fumó de su pipa mientras veía cómo se consumía el tabaco, cómo se perdía y quedaba chamuscado en sus pulmones amargos y se transformaba de planta en veneno y de veneno en círculos de humo que salían por su boca y su nariz algo peluda. Una caricia del viento le recordó que la felicidad se vivía por momentos, arrebatada, que no todo era hermoso y acabado, que todavía existía el olor hediondo a pescado, como existían las muertes por hambre y las guerras por tratados. Todavía existía la eterna excusa del hombre. La noche caía, violácea, presagiando una tormenta. No le gustaban las tormentas en el mar. Se descomponía, se mareaba, necesitaba emborracharse al lado de alguna caderona, aferrarse a la incomodidad de despertar en brazos extraños, entre piernas extrañas, dormido al borde de algún ocaso: al borde de alguna mujer. Dio media vuelta y se dirigió al camarote de Julia. Lo estaría esperando.

A.

No hay comentarios:

Publicar un comentario