Cuando era joven había
pensado en formar parte del Partido Socialista, pero después llegó el Duce, transformando una Italia indignada
pero esperanzada en otra vengativa y totalitaria, y con eso perdió cualquier vestigio de interés. Al fin y al cabo
el comunismo, se había visto ya, era desde sus inicios una teoría con mala
praxis, una utopía imposible de aplicar, un movimiento abstracto en la
eternidad que escondía dictadura detrás de la máscara de libertad. Pero ahí, en
medio del mar, del olor hediondo a pescado y tormenta, de esos marineros sucios
y flacuchos, era mediador de ningún lugar. Era un hombre sin identidad, y a
nadie debía nada. Ni a su tierra, ni a la de otros. Era, por primera vez, dueño
de su crepúsculo sin nada por hacer más que esperar: esperar viendo el
infinito, amando a pocas y
repetitivas mujeres, y comprendiendo a los cientos de hombres hendidos.
Fumó de su pipa
mientras veía cómo se consumía el tabaco, cómo se perdía y quedaba chamuscado
en sus pulmones amargos y se transformaba de planta en veneno y de veneno en
círculos de humo que salían por su boca y su nariz algo peluda. Una caricia del
viento le recordó que la felicidad se vivía por momentos, arrebatada, que no
todo era hermoso y acabado, que todavía existía el olor hediondo a pescado,
como existían las muertes por hambre y las guerras por tratados. Todavía existía la eterna excusa del hombre.
La noche caía, violácea, presagiando una tormenta. No le gustaban las tormentas
en el mar. Se descomponía, se mareaba, necesitaba emborracharse al lado de
alguna caderona, aferrarse a la incomodidad de despertar en brazos extraños,
entre piernas extrañas, dormido al borde de algún ocaso: al borde de alguna
mujer. Dio media vuelta y se dirigió al camarote de Julia. Lo estaría esperando.
A.
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