martes, 29 de abril de 2014

Heriberto

Heriberto había llegado a la familia mucho antes de que yo naciera. Había venido del Amazonas, atravesado mares y vivido no sé cuántas vidas antes de fastidiar las nuestras. Desde pichón, mi abuela había intentado enseñarle los tiempos verbales, las conjugaciones del castellano y las adjetivaciones, pero lo único que había aprendido eran las malas palabras que mis tíos le susurraban por la siesta mientras la abuela dormía. Cuando llegó a su madurez, tuvieron que cortarle las alas. Yo no llegué a conocerlo antes del incidente, pero en la familia todos repetían que desde entonces nunca fue el mismo. Para ser un loro, estaba bastante cuerdo. Yo me limitaba a dejarle la ventana abierta para que pudiera ver el cielo, para que sintiera el viento frío y caliente, para que supiera que lo de afuera no era tan fácil, que lo de adentro no estaba tan mal, que el conformismo tarde o temprano nos ganaba a todos, que la libertad no era tan fácil de manejar, que mejor vivir encerrado y seguro, que una vez que se percibe la punta del deseo, nunca se lo puede alcanzar. Que se vive insatisfecho e infeliz, pero sonriendo igual. ¡La maravillosa parodia de la humanidad! Y entonces recordé que él nunca había sido como nosotros. Él todavía tenía un corazón animal. Y un día, Heriberto salió volando por la ventana, sin alas, sin rastro y sin dejarnos una nota.

Cuando la abuela se enteró, hubo que internarla por depresión. Todas las noches en la clínica abría la ventana y leía la Biblia al cielo. Yo por fin la entendía: Heriberto era ella misma necesitándose, reflejándose en sus ojos, en un compañero que como ella no pudiera dejar la casa, los chicos, la vida. No me extrañó que decidiera irse junto a él un par de meses más tarde. Sus ojos celestes siempre habían navegado otros cielos, habían atravesado otros mundos que de a poco se perdían más y más de este otro mundo que nos succionaba hasta abajo, hasta la tierra, las responsabilidades, el imperio de la insensatez.  Era tan fácil ahora que Heriberto nos había mostrado que el alma pesa más que el cuerpo y que nosotros moriríamos sentados en un cómodo sillón, todavía dispuestos a no hacer nada, mientras él moría por alcanzar su cielo. 

Alejandra M. Zani

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