Heriberto había llegado
a la familia mucho antes de que yo naciera. Había venido del Amazonas,
atravesado mares y vivido no sé cuántas vidas antes de fastidiar las nuestras. Desde
pichón, mi abuela había intentado enseñarle los tiempos verbales, las
conjugaciones del castellano y las adjetivaciones, pero lo único que había aprendido eran las
malas palabras que mis tíos le susurraban por la siesta mientras la abuela
dormía. Cuando llegó a su madurez, tuvieron que cortarle las alas. Yo no llegué
a conocerlo antes del incidente, pero en la familia todos repetían que desde
entonces nunca fue el mismo. Para ser un loro, estaba bastante cuerdo. Yo me
limitaba a dejarle la ventana abierta para que pudiera ver el cielo, para que
sintiera el viento frío y caliente, para que supiera que lo de afuera no era
tan fácil, que lo de adentro no estaba tan mal, que el conformismo tarde o
temprano nos ganaba a todos, que la libertad no era tan fácil de manejar, que
mejor vivir encerrado y seguro, que una vez que se percibe la punta del deseo,
nunca se lo puede alcanzar. Que se vive insatisfecho e infeliz, pero sonriendo
igual. ¡La maravillosa parodia de la humanidad! Y entonces recordé que él nunca
había sido como nosotros. Él todavía tenía un corazón animal. Y un día,
Heriberto salió volando por la ventana, sin alas, sin rastro y sin dejarnos una
nota.
Cuando la abuela se
enteró, hubo que internarla por depresión. Todas las noches en la clínica abría
la ventana y leía la Biblia al cielo. Yo por fin la entendía: Heriberto era
ella misma necesitándose, reflejándose en sus ojos, en un compañero que como
ella no pudiera dejar la casa, los chicos, la vida. No me extrañó que decidiera
irse junto a él un par de meses más tarde. Sus ojos celestes siempre habían
navegado otros cielos, habían atravesado otros mundos que de a poco se perdían
más y más de este otro mundo que nos succionaba hasta abajo, hasta la tierra, las
responsabilidades, el imperio de la insensatez. Era tan fácil ahora que Heriberto nos había
mostrado que el alma pesa más que el cuerpo y que nosotros moriríamos sentados
en un cómodo sillón, todavía dispuestos a no hacer nada, mientras él moría por
alcanzar su cielo.
Alejandra M. Zani