viernes, 27 de junio de 2014

Una visita inesperada


Entramos a ese restaurante elegante que él elije, y yo me siento incómoda con mis alpargatas y mi vestido diario. Cada movimiento que hago me parece torpe y desgraciado. Él me corre la silla con modestia de caballero y pienso que nos educó la misma mujer. Yo podría ser una especie de caballero. ¡Qué horror! Los espejos enfrentados me dan nauseas infinitas. Nosotros, reflejados en ellos, somos como infinitos errores repetidos una y otra vez. Él me agarra del brazo y el tacto me recuerda que existen maneras de estar juntos. Se me ocurre preguntarle si se volvió a enamorar. Conozco la respuesta: siempre amó a la misma mujer. No importa cuanto lo intentes, siempre se vuelve al primer amor, me dice. Yo le creo. Y así pasamos la velada, charlando como si nos conociéramos desde siempre, como si hubiéramos compartido cada uno de nuestros secretos más íntimos, hasta que lloramos, hasta que reímos, y hasta que la noche se termina con la botella de vino tinto refinado. 


Siempre que viene a visitarme a Buenos Aires pasa lo mismo: charlas borrachas, tragedias satánicas y desprecio por la vida. Sus ojos son un espejo y me veo: soy su mismísimo reflejo, sus manías de soltero, su egoísmo de ermitaño y sus amores berretas. Me alegra volver a verlo.

A.

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