La quiso, casi empieza a amarla, casi empieza a odiarla, un día desapareció. Que esa semana no podía, que mañana se le complicaba, que si nunca podés no te contesto más. Y un día le contestó que estaba en Uruguay, que una oportunidad de no se qué, que volvía en un par de semanas. Y no volvió más. O volvió y no le escribió, o se la tragó un tornado. Averiguarlo le dio un poco de cosa.
Pero había vuelto algún día y se le había ocurrido mandarle un mensaje, como si nunca se hubiera esfumado y como si no se le pasara por la cabeza la idea de que no le respondiera como si nada; como si fuera obvio que iba a ir corriendo a encontrársela en la placita de siempre. Y fue.
No fue a buscar a la misma chica del pañuelo amarillo que había conocido en la fiesta del trabajo de un amigo el año anterior, ni con la que había compartido un par de cervezas, un par de sonrisitas por whatsapp y un par de otras cosas, fue a ver que se encontraba. Pero un poco, un poquito, en honor a alguna tarde de guitarra y bongós, y seguramente al photoshop que hace el tiempo con los recuerdos, tenía ganas de que fuera la misma.
La reconoció de lejísimos, tenía una remera muy blanca y un short muy corto y muy suyo. A la distancia se dio cuenta de que era ella, y de cerca, con dos palabras y tres gestos, se dio cuenta de que era la de siempre. Igual de fresca y de linda y de el mundo es mío y de nada malo va a pasarnos y de vámonos a la playa y que no nos importe nada.
Le charló un poquito. Se tomaron una coca. Hubo un par de chistes sin risa, un par de gestos sin respuesta, un par de miradas frías.
—Te seguís quejando de todo como siempre— Le reclamó ella.
—Y vos ojalá hubieras cambiado un poquito.— Le contestó.
Tamara
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