Cada vez que me sacaba un peso de encima empezaba un problema peor. Así había sido durante años y me había convencido de que no era un hombre con suerte, que habría nacido al revés, que pagaría un karma malo, que me habrían puesto unos huesos con un moño rojo en alguna de las macetas del fondo.
Cuando aprobé anatomía II después de recursarla 3 veces me obsesioné con que estaba por morir de algún cáncer, cuando el psicólogo me curó la hipocondría se me metió en la cabeza dejar a Luciana y cuando la dejé empecé con los sueños frustrados. Cuando pagué la última de las 36 cuotas del auto se me ocurrió deprimirme por no dedicarme a lo que quería. Pero hace un mes, volviendo de las clases de teatro, escuché una noticia que decía algo sobre japoneses que no saben qué hacer con sus vacaciones y pensé que era eso: que el hueco que me quedaba en la cabeza cuando solucionaba un problema era como un envase cerrado al vacío que se abre y se llena con lo primero que hay a mano. Y esta vez no iba a dejar que fuera nada malo. Por primera vez, traté de disfrutar y de dejar la mente en blanco.
La conocía de antes, me la encontré en el tren, le convidé un Tic Tac. Con esas pestañas y esos aritos de media luna, cómo me iba a imaginar que iba a ser mi próximo infierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario