Llegó quince minutos tarde con la impuntualidad
permitida del que vive lejos y no consiguió que el otro aceptara un punto de
reunión más intermedio, casi como un esperame
por puto. Empujó la puerta del bar de la esquina con todo el cuerpo y miró
hacia un rincón lejos de ese grupo de gente feliz que veía algún partido del
mundial en HD. Ahí estaba él, con su pelo corto, su ropa elegante sport y recién
afeitado. Él no le dijo nada por la tardanza y ella tampoco, la miró sacarse el
tapado y un sweater, sentarse y acomodarse el pelo mojado para que no le diera
frío.
-Te vas a enfermar.
Y sonrió. Ella contestó la sonrisa,
porque las sonrisas se contestan.
-Leí la última entrada de tu blog.
-¿Cómo está tu mamá?
Él sacó dos libros clásicos de una
bolsa y se los puso enfrente sobre la mesa. Dos Puig, muy fáciles de conseguir
en cualquier librería, fáciles de reemplazar.
-Me los volví a comprar, no hay drama, quedátelos.
-Mi vieja está bien, te llamó el
otro día porque a veces no se acuerda que nos...
-Ah, claro, me imagino.
-Ya le borré tu número, para que no
vuelva a pasar.
Ella lo
miró y se acordó de un montón de cosas que habían quedado muy atrás, se acordó
de discusiones entre lo matemático y la imaginación, entre lo fantástico y el
golpe de realidad. Se acordó de un año de hablar sin temas de conversación, del
frío, las peleas por mensajes de texto y de llorar bajo la ducha. Le siguió la
conversación un rato, porque es lo que hace la gente cuando hay otras personas
que están mal, que están mal porque la vida se les puso todavía más dura, y en cuanto terminó,
vio que el partido también había terminado y los que estaban sentados habían decidido esperar una hora más a que empezara el siguiente. Dio un último abrazo a los recuerdos
de un amor muy viejo y se fue. El pelo ya se le había secado.
Rocío.
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