El flaco de la guitarra
me interrumpió la meditación para ponerse a tocar un Charly viejo y
melancólico. El sonido era malo, el parlante estaba saturado y la voz un poco
también. Por lo menos los ruidos pretenciosos de su música tapaban el chillido espantoso
de los pájaros. También tapaban los cuentos de la mina esa que tenía cerca y
hablaba de sus amores con la rubia de pelo corto. Plaza Francia estaba mitad
sol, mitad sombra, con límites trazados como fronteras imaginadas por los
árboles: la misma lógica que dividía al mundo. Me tuve que correr varias veces
para no quedar del todo en las tinieblas: estaba bueno un poco de sol en la
cabeza, calentar las ideas, carburar el motor. A veces venía una que otra brisa
de inspiración. La mala era que se me entibiaba la cerveza.
Mi amigo, el borracho
del árbol grande, me vio y se acercó. ¿Qué
hacé’ amiga´?, la Quilmes se movió peligrosa en su mano y su aliento me
hizo sentir un poco más viva. Hacía calor para ese gorro coya que siempre
llevaba puesto como tabú y esa camisa de lana que seguramente le picaba. Me
alegró verlo. Lindo el día, ¿no?¸ yo
le contestaba con la cabeza, sabía que lo que él quería era hablar y escucharlo
no estaba tan mal. Me acuerdo de vo’ por
lo’ rulo’. Me di cuenta de que nunca le había preguntado el nombre. Tampoco
lo hice esa vez: preferí dejar las cosas en el umbral de lo azaroso. Un nombre
es un paso abismal. Agarré una ramita del piso y me puse a molestar a una
hormiga que arrastraba un pedazo de hoja: me entretuve jugando a deshacerle el
camino que con tanto empeño seguía, a presionarla y soltarla con la ramita probando
las teorías del poder, a hacerla creer que iba a cumplir con su trayecto
marcado como un destino. Pero la vida no era tan fácil. Después de que anduvo
unos cuantos centímetros más, la aplasté por la mitad y escuché, si es que
realmente fue eso, cómo crujía. La dura realidad: el destino no existía.
Sonreí.
Mi amigo se rascaba el brazo y seguía hablando. Le miré los ojos de cristal, rojos por la borrachera, y me dio
asco el mundo. Ese tipo era amigo de la vida y abuelo de la experiencia. Y a
pesar de eso era él el que vivía en el árbol. No podía hacer nada por él. No podía hacer más nada por mí. No existía remedio para la injusticia. No existía la antítesis social.
Y me tiré a mirar el cielo
un rato.
A.
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