lunes, 30 de junio de 2014

Euforia

Se acordó de un momento de euforia, el primero del que fue consciente. Tenía 14 años y había hecho una fiesta a escondidas de sus padres la primera vez que lo habían dejado quedarse sólo. Lo había pensado mucho, porque podía ser un caos, podían descubrirlo, podían romperse cosas y que se enoje su mamá. Pero la hizo, y en un momento, muy temprano, saltando una canción que le encantaba en un abrazo con un par de amigos y un par de desconocidos, cantando la letra a los gritos, pensó que había valido la pena. Se obligó a recordar ese momento y se dijo que después, aunque terminara de mal humor limpiando el piso a las 6 de la mañana, tenía que acordarse de que la había pasado, por un segundo, así de bien. Así fue, después fue un caos.
 Desde ese momento se había enamorado de la euforia (como si no fueran lo mismo la euforia y el enamoramiento), y había hecho de eso su lema de vida. Muchos pensaban que la felicidad estaba en pequeñas cosas y en eso coincidía, pero para muchos esas pequeñas cosas estaban llenas de paz, como mirar el cielo azul por la ventana, o el olor de la casa de la infancia o un té con tostadas, y para él estaban en caminar 5 kilómetros de noche por el costado de una ruta, en meterse al mar con tormenta, en ganar una apuesta difícil, en la sensación de renunciar a un trabajo estable para dedicarse a un sueño nuevo, en decirle de todo a un jefe, en llegar sin plata y con dos desconocidos a un pueblo en la selva y que lo inviten a una fiesta. 
Valía cargar con el peso de una vida y con las consecuencias de sus actos y con un mar de arrepentimietos y con varias culpas y muchas deudas, por una colección de instantes en los que había sentido su cabeza abriéndose como las nubes cargadas después de una tormenta, la mente despejada después de un cortocircuito de neuronas, la claridad, el frío y la paz a su manera que le dejaba la adrenalina cuando se iba. Así era con todo. 
Así supo, también, que si tenía un amor iba a ser una tormenta y que no le importaba vislumbrar un futuro convulsionado, oscuro y lacrimógeno; y ni siquiera uno de gritos y patadas en las puertas, porque así había vivido siempre y porque iba a aceptar ese escándalo y ese descontrol a cambio de una euforia y una pasión de instantes, que no iba a encontrar en un alma más tranquila.
 Así fue como decidió enamorarse de mí, aunque había una alerta luminosa que se prendía alrededor de los dos y se podía escuchar un chicharra en el aire que decía que eso no iba a terminar de otra forma que mal. Y así me metí en todo esto.  


 Tamara

viernes, 27 de junio de 2014

Una visita inesperada


Entramos a ese restaurante elegante que él elije, y yo me siento incómoda con mis alpargatas y mi vestido diario. Cada movimiento que hago me parece torpe y desgraciado. Él me corre la silla con modestia de caballero y pienso que nos educó la misma mujer. Yo podría ser una especie de caballero. ¡Qué horror! Los espejos enfrentados me dan nauseas infinitas. Nosotros, reflejados en ellos, somos como infinitos errores repetidos una y otra vez. Él me agarra del brazo y el tacto me recuerda que existen maneras de estar juntos. Se me ocurre preguntarle si se volvió a enamorar. Conozco la respuesta: siempre amó a la misma mujer. No importa cuanto lo intentes, siempre se vuelve al primer amor, me dice. Yo le creo. Y así pasamos la velada, charlando como si nos conociéramos desde siempre, como si hubiéramos compartido cada uno de nuestros secretos más íntimos, hasta que lloramos, hasta que reímos, y hasta que la noche se termina con la botella de vino tinto refinado. 


Siempre que viene a visitarme a Buenos Aires pasa lo mismo: charlas borrachas, tragedias satánicas y desprecio por la vida. Sus ojos son un espejo y me veo: soy su mismísimo reflejo, sus manías de soltero, su egoísmo de ermitaño y sus amores berretas. Me alegra volver a verlo.

A.

miércoles, 25 de junio de 2014

Tic Tac

Cada vez que me sacaba un peso de encima empezaba un problema peor. Así había sido durante años y me había convencido de que no era un hombre con suerte, que habría nacido al revés, que pagaría un karma malo, que me habrían puesto unos huesos con un moño rojo en alguna de las macetas del fondo.
Cuando aprobé anatomía II después de recursarla 3 veces me obsesioné con que estaba por morir de algún cáncer,  cuando el psicólogo me curó la hipocondría se me metió en la cabeza dejar a Luciana y cuando la dejé empecé con los sueños frustrados. Cuando pagué la última de las 36 cuotas del auto se me ocurrió deprimirme por no dedicarme a lo que quería. Pero hace un mes, volviendo de las clases de teatro, escuché una noticia que decía algo sobre japoneses que no saben qué hacer con sus vacaciones y pensé que era eso: que el hueco que me quedaba en la cabeza cuando solucionaba un problema era como un envase cerrado al vacío que se abre y se llena con lo primero que hay a mano. Y esta vez no iba a dejar que fuera nada malo. Por primera vez, traté de disfrutar y de dejar la mente en blanco. 
La conocía de antes, me la encontré en el tren, le convidé un Tic Tac. Con esas pestañas y esos aritos de media luna, cómo me iba a imaginar que iba a ser mi próximo infierno. 

Incendiario

Detrás del punto rojo que iluminaba la habitación en penumbra podía ver su silueta dibujada contra la pared.  Todo era oscuro en ella: sus ojos, su piel, su pasado. Salvaje, como toda ella, me miraba desafiante entre las sobras marginales de un amor herido; me invitaba, con un sutil movimiento de cadera, a atravesar a su lado del umbral de las penas y a perderme en algún otro infierno tormentoso, en un cúmulo de recuerdos que pronto sería una pila más del montón, y a olvidarnos de que alguna vez habríamos podido alcanzar el amor.  Pero, ¿qué podía saber yo?



También a mí me corrompía mi pasado, incendiando de a poco todas mis entrañas. 


A.

martes, 24 de junio de 2014

La chica del pañuelo amarillo

La quiso, casi empieza a amarla, casi empieza a odiarla, un día desapareció. Que esa semana no podía, que mañana se le complicaba, que si nunca podés no te contesto más. Y un día le contestó que estaba en Uruguay, que una oportunidad de no se qué, que volvía en un par de semanas. Y no volvió más. O volvió y no le escribió, o se la tragó un tornado. Averiguarlo le dio un poco de cosa. Pero había vuelto algún día y se le había ocurrido mandarle un mensaje, como si nunca se hubiera esfumado y como si no se le pasara por la cabeza la idea de que no le respondiera como si nada; como si fuera obvio que iba a ir corriendo a encontrársela en la placita de siempre. Y fue. No fue a buscar a la misma chica del pañuelo amarillo que había conocido en la fiesta del trabajo de un amigo el año anterior, ni con la que había compartido un par de cervezas, un par de sonrisitas por whatsapp y un par de otras cosas, fue a ver que se encontraba. Pero un poco, un poquito, en honor a alguna tarde de guitarra y bongós, y seguramente al photoshop que hace el tiempo con los recuerdos, tenía ganas de que fuera la misma. La reconoció de lejísimos, tenía una remera muy blanca y un short muy corto y muy suyo. A la distancia se dio cuenta de que era ella, y de cerca, con dos palabras y tres gestos, se dio cuenta de que era la de siempre. Igual de fresca y de linda y de el mundo es mío y de nada malo va a pasarnos y de vámonos a la playa y que no nos importe nada. Le charló un poquito. Se tomaron una coca. Hubo un par de chistes sin risa, un par de gestos sin respuesta, un par de miradas frías. 
 —Te seguís quejando de todo como siempre— Le reclamó ella.
 —Y vos ojalá hubieras cambiado un poquito.— Le contestó. 

 Tamara

viernes, 20 de junio de 2014

Historias lejanas

Llegó quince minutos tarde con la impuntualidad permitida del que vive lejos y no consiguió que el otro aceptara un punto de reunión más intermedio, casi como un esperame por puto. Empujó la puerta del bar de la esquina con todo el cuerpo y miró hacia un rincón lejos de ese grupo de gente feliz que veía algún partido del mundial en HD. Ahí estaba él, con su pelo corto, su ropa elegante sport y recién afeitado. Él no le dijo nada por la tardanza y ella tampoco, la miró sacarse el tapado y un sweater, sentarse y acomodarse el pelo mojado para que no le diera frío.
-Te vas a enfermar.
Y sonrió. Ella contestó la sonrisa, porque las sonrisas se contestan.
-Leí la última entrada de tu blog.
-¿Cómo está tu mamá?
Él sacó dos libros clásicos de una bolsa y se los puso enfrente sobre la mesa. Dos Puig, muy fáciles de conseguir en cualquier librería, fáciles de reemplazar.
-Me los volví a comprar, no  hay drama, quedátelos.  
-Mi vieja está bien, te llamó el otro día porque a veces no se acuerda que nos...
-Ah, claro, me imagino.
-Ya le borré tu número, para que no vuelva a pasar.


Ella lo miró y se acordó de un montón de cosas que habían quedado muy atrás, se acordó de discusiones entre lo matemático y la imaginación, entre lo fantástico y el golpe de realidad. Se acordó de un año de hablar sin temas de conversación, del frío, las peleas por mensajes de texto y de llorar bajo la ducha. Le siguió la conversación un rato, porque es lo que hace la gente cuando hay otras personas que están mal, que están mal porque la vida se les puso todavía más dura, y en cuanto terminó, vio que el partido también había terminado y los que estaban sentados habían decidido esperar una hora más a que empezara el siguiente. Dio un último abrazo a los recuerdos de un amor muy viejo y se fue. El pelo ya se le había secado. 

Rocío.

jueves, 19 de junio de 2014

La vecindad de los corazones rotos

A Ofelia se le ocurrió dar una vuelta por el barrio. Hacía un frío de ese que penetra los huesos y convierte todas las caras en limones estrujados.  Dando la vuelta manzana se topó con una  vieja pocilga. Parecía un geriátrico pero estaba habitado por gente joven, algunos muy bellos, otros vestidos con trajes, otros con mucha onda. Había profesionales, chicos, adolescentes con aroma a apuntes e irresponsabilidad, skaters, gente grande. Todos estaban reunidos por una razón. En ese lugar habían entrado para reposar, porque su corazón se había roto.
“Vecindad de los corazones rotos". Se vislumbraba en un cartelito en la puerta. Y Ofelia que siempre había tenido pasta de periodista, entró, como quien no quiere la cosa pero acompañada de una gran curiosidad,  a ver que pasaba en el lugar. Demás está decir que el hecho de que no se cobrara entrada para los invitados la animó grandemente.
Se encontró allí  con Jorge, uno de los más  antiguos residentes de la vecindad, quien le abrió la puerta, le mostró las habitaciones y le dijo:
-¿Sabes que ruido tiene un corazón roto? Ofelia se quedó perpleja.
-Se parece a esos vagones de subte cuando van  muy rápido y parecen chocar. O esas tizas que marcando el pizarrón nos hacen rechinar los dientes.
Ofelia sonrió algo nerviosa y le preguntó a Jorge que pasaba en el mundo de cada uno, mientras reposaban en el lugar, si acaso pedían una licencia o simplemente renunciaban a sus trabajos o alegaban demencia.
- Bueno mientras estamos acá, nuestras cosas las hace el autómata de la desilusión. Explicó Jorge a Ofelia.
Una personita cabizbaja y ojerosa, casi igual a nosotros,  que se toma la responsabilidad de continuar nuestras tareas, mientras desearíamos poder pasar la hoja más rápido o irnos a asolearnos a Hawai y olvidarnos los motivos que nos llevaron a vivir esta soledad. En general los parientes y amigos confunden al autómata desilusionado con nosotros y conviven con ellos hasta que volvemos a tomar las riendas de nuestras vidas.
Porque  sabes Ofelia, uno puede cambiar de remera, de amigos, los lugares que frecuenta. Pero no puede cambiar de corazón.
-¿Sabes a que sabe un corazón roto?, continúo Jorge hablándole a Ofelia que ya sentía como su corazón también comenzaba a estrujarse y sabía que pronto tendría que irse, o los recuerdos de su propio paso por la situación la dejarían en la vecindad para siempre.
-A esas sopas knorr dietéticas, artificiales que nos dejan sabor amargo, que simplemente no nos llenan.
-¿Y escuchan música? , preguntó tímida Ofelia.
-Ninguna. Porque toda melodía trae recuerdos, entonces las prohíben.  Dejan que el ruido de las estufas, los trenes y las bocinas alumbren las almas apesumbradas rogando porque despierten de su letargo, porque entiendan, que cruzando la calle todo seguirá igual, menos su corazón, que ahora despedazado se queja y aparece como marca habitual, tiñendo el rostro de tristeza y desengaño.
- ¿Y los visitan sus amigos y familiares acá?
No, a este lugar solo tiene acceso algunas personas. Acá en general nos visitan solo los recuerdos.
-¿Y cuánto tiempo tarda en dejar la vecindad los corazones rotos?
Jorge levanto las cejas y movió su sonrisa hacia el costado.
- A algunos nos lleva toda la vida, sentenció. Otros salen rápido pero con una marca.
-¿Los tatúan en la vecindad? dijo Ofelia extrañada.
- No, nada de eso, la marca se lleva adentro, y es un signo de distinción para cualquier que haya pasado por esta casa, que aunque no creas,  está más frecuentada de lo que pensas.
Jorge le dio a Ofelia una tarjeta de descuento con visitas por día,  por si alguna vez su corazón se rompía tanto como para tener que vivir su vida allí dentro mientras el autómata tomaba las riendas de sus actividades.
- Nunca te pierdas, le dijo Jorge. Se saludaron.  A Jorge le costaba todavía mucho sonreír pero lo hizo.
Ofelia decidió volver a casa, no sin antes prenderse un cigarrillo. Y entonces, recordó. Su estancia en la vecindad, la preocupación de sus padres por su llanto, haber coincidido allí hace tiempo con Jorge, Matías y los demás, sus pocas ganas de seguir.
 Tomo la tarjetita y la rompió.

Hay lugares a los que uno no desearía volver jamás.


                                                                                                                                                                                                               Sofía.

martes, 17 de junio de 2014

Argelia - Alemania

Una tarde de junio, en una fría oficina subterránea, los más altos mandatarios del mundo entero se reúnen en su comité semestral secreto, con la presencia exclusiva del misterioso Ministro del Mundo, para decidir el futuro de la humanidad. 
—Señor presidente, por medio de su investidura, me dirijo al Señor Ministro.
—Proceda, señorita... 
—Reyes, delegada de Honduras. Señor Ministro, me dirijo a usted para informarle que en la reunión regional de esta mañana encontramos una posible Solución del Mundo. 
 —¿Una Solución del Mundo? Desde la guerra fría que ningún comité regional me proponía algo tan ambicioso. ¿Cuál es su propuesta? 
—Creemos que es un plan brillante. Es una solución conjunta planeada entre algunos países latinoamericanos y la Liga Árabe. Tiene todos los componentes necesarios para el éxito: cooperativismo internacional, llegada popular y masiva, adaptada al contexto histórico...
 —Muy bien, muy bien. Redondee. ¿Cuál es la solución? 
—Que Argelia gane el mundial. 
 —¿Que Argelia gane el mundial?
 —Pensamos que podía jugar la final contra Honduras. Pero para agregar dramatismo, misticismo y respetar el fixture, creemos que podría triunfar en la final contra Alemania. Aunque nos gustaría un país africano en semifinales. Además podría sumar el apoyo de todo el continente al proyecto. 
 —Señorita Canciller, esto parece una broma. Ni moviendo contactos en todas las grandes religiones podriamos hacer algo para que gane Argelia. Además son árabes, no es un favor para ir a pedirle al Papa. Pero lo que menos comprendo es porqué usted cree que El Mundo se solucionaría de esa manera.
 —Sabemos que suena raro, Ministro. Pero piense un segundo. En primer lugar, una sorpresa deportiva, de estas características, siempre relaja a la población. Disminuiríamos la tensión en el mundo entero, las conversaciones sobre la guerra en oriente medio serian en gran parte reemplazadas por fútbol, me atrevería a decir que muchos jóvenes árabes dejarían de unirse a movimientos rebeldes porque se pondría de moda el deporte en toda la región. 
—Disculpeme, delegada, pero esto es un disparate.
 —Déjeme terminar. No sólo sembraríamos una ola de esperanza en los países árabes, sino en todo el mundo. No es sólo cosa de fútbol. Piense en todas las apuestas y chistes que se habrán hecho al respecto: "Tengo menos chances de conseguir trabajo que Argelia de ganar el mundial." "No te voy a pagar ni aunque Argelia salga campeón". "En este examen me va a ir peor que a las selecciones de Irán y Argelia juntas." Piense en todas las personas que verse esperanzadas, pensar que es una señal, ¡volverse más emprendedores!.
 —Disculpeme, señorita, pero todavía exagera... 
 —Entonces piénselo de modo más pragmático. Los medios de comunicación ocupados con un triunfo inesperado. Periodistas y estadistas ocupados con estadísticas de fútbol árabe, sin hablar de economía. Aunque no se solucionara el mundo, señor Ministro, dejeme decirle que usted de todas formas saldría ganando. Y no tiene nada que perder. Su seleccionado ni siquiera está participando. Pero si todo esto no lo convence, permita que mi colega, el economista italiano Alfredo Tonelli, le explique cómo el triunfo Argelino en el campeonato del mundo desataría un enorme crecimiento en la economía global. 
—Así es, Ministro. Lo hemos estado estudiando durante meses. En primer lugar, la victoria sería una sorpresa para todos inversionistas que confían en las estadísticas. Los mercados financieros se revolucionarían. Por otro lado, tenemos el merchandising. En cuanto Argelia surja como la sorpresa en octavos de final, todos los países eliminados van a hinchar por su selección. Y nadie tiene un gorro verde y blanco en su casa. Todo un nuevo mercado internacional de producción de gorros y vuvuzelas con los colores argelinos que podría reactivar la industria textil de cualquier economía en crisis. También está el alboroto de los medios. Propuestas para llevar canales deportivos a toda la liga árabe. Una ampliación sin límites para los canales de cable de la región. Nuevos auspiciantes para todos los seleccionados malos del mundo para ver cual se convierte en la revelación 2018.
 —La idea sigue siendo completamente descabellada. Pero además, dígame ¿Cómo podríamos hacer que gane? Con las disculpas de todos los representantes de la liga árabe... Ninguno de ustedes tiene chances. Una cosa es arreglar un partido, incluso financiar un seleccionado... ¿Pero arreglar el mundial de fútbol para que gane un país sin oportunidades? 
 —Ministro, ya hemos pensado en eso. Es todo un tema de autoconfianza. Sólo hay que conseguirles un primer triunfo. Por goleada. Después, los medios de comunicación hablando de la sorpresa argelina. Un poco de revuelo sobreactuado. Sembrar euforia en países que no clasificaron. Un poco de propaganda, una canción de Shakira, una publicidad de CocaCola apoyando la sorpresa argelina. Algún error en el agua potable de la selección rival. Somos la organización internacional más poderosa del planeta... Podemos sacar un equipo adelante. 
 —Bueno, bueno. Entiendo que tenemos la inteligencia suficiente como para manipular el resultado de un campeonato. Pero no me parece, de todas formas, que esto vaya a solucionar El Mundo, así como usted lo propone... Hasta diría que está planeando todo esto por algún tipo de rencor futbolístico, si no fuera porque es hondureña y no estoy seguro de que le importe. 
—Ministro... Yo estoy firmemente convencida de todas las virtudes de este proyecto. Pero, si no le convence, le recomiendo que lo someta a votación.
 —Sugerencia aceptada. El que esté de acuerdo con promover el triunfo de Argelia en el Mundial de Brasil, que levante la mano. Una tímida mayoría levantó la mano y se aprobó el proyecto.
 —Va a ser dificil, ya tienen el primer partido perdido. Señorita Reyes, usted se encarga de la logística. Y ya sabe, el menor presupuesto posible.
 *** 
 Más tarde, los delegados de Argentina, Italia, Alemania y Uruguay cenan pizza con la delegada de Honduras. Los Argelinos ya festejan el campeonato.
 —Sabía que iba a funcionar. Brindo por más reuniones como estas y que Brasil no gane nunca más una copa. 
 —No era muy difícil. Por supuesto que el Ministro no cree que esto vaya a solucionar nada. Pero es de familia italiana. 
—Y la ex-mujer es brasilera. Parece que se odian. 
—¿De verdad? Hubieras esperado por ahí, y no me hubiese esforzado tanto.
Tamara

miércoles, 11 de junio de 2014

Dos segundos

Tuvieron buenos tiempos: tenían pocos años, se reían de los que tenían muchos, caminaban 25 cuadras descampadas todos los sábados y les gustaba el licor de melón.
Y tuvieron tiempos mejores: de entenderse con un sólo mate y de saber manipular el tiempo y desaparecer semanas pero volver en el momento justo y que fuera como si nada hubiera pasado. De ser la persona que mandaba el mejor mensaje de cumpleaños y de saber siempre qué decir para arrancar esas carcajadas que duelen en la panza. 
Pero vinieron tiempos malos, y una pared de hielo se les plantó en el medio y cualquier comentario que la atravesara era como una flecha que llegaba al cuerpo y pinchaba fuerte. 
Y sabían que se tenían cariño y que tenían recuerdos, y que, en nombre de los buenos tiempos, cada vez que se tirasen una fecha iban a pensar dos segundos y se iban a mirar con cara de te quiero igual.
Pero esos dos segundos, que antes no eran necesarios, eran un abismo. Y el abismo que se percibe en un instante irreflexivo, no lo curan ni todos los pensamientos del mundo. 

Tamara

martes, 10 de junio de 2014

Recuerdo

Que imposible alejarse del recuerdo. Es como negar la existencia propia. Como si un naufragante jamás afrontara las olas con profundidad, queriendo escapar al momento sublime de estar dentro de ellas, capturando en un instante sumamente fotográfico aquel momento, que no es propiamente momento hasta que el fiel recuerdo lo trae a flote volviéndolo atesorable.
El recuerdo, sus indefectibles sombras, poseen su espectral oscuridad por el mismo hecho que hace que frecuentemente el mismo aparezca de noche. Se camufla siempre en el sin sentido de la tiniebla invadiendo el espacio. Se proclama como un todo perverso, que en pocos instantes y a base de olores, imágenes y sonidos vividos como sumamente reales arrasa con nuestro presente.

Porque el recuerdo siempre es ayer, nunca es hoy, ni mañana. Porque el recuerdo no siempre es grato, más siempre es cruel, impalpable, etéreo, pero increíblemente penetrante, como la noche sin luna. Como el presente azaroso, como el insomnio que el mismo recuerdo provoca; que toca y palpa la carne y el espíritu y que le roba sutilmente a los minutos presentes su mecanizada existencia. Aquel recuerdo que siempre nos recuerda, valga la redundancia, aquello en lo que jamás queremos volver a convertirnos.

                                                                                                  Sofía.

Puertas

La primera en cerrarse ese día fue la puerta de la habitación, con un portazo de Clara que lo despertó pero no le llamó la atención. Pero enseguida el ataque de las puertas se volvió más violento. 
La de la alacena se cerró con un ruido que casi lo deja sordo y casi le aplasta un dedo. La del departamento decidió trabarse y no abrir desde adentro, y él no encontraba la llave. Cuando logró salir tuvo una tregua, pero cuando se iba del trabajo las puertas del ascensor se trabaron y le jugaron una mala pasada que lo tuvo media hora encerrado esperando el rescate del encargado.
 Parecía un simple mal día hasta que, después de quedarse atrapado en las puertas del tren, notó que en las 4 cuadras que caminó hasta su casa no vio ninguna puerta abrirse, pero sí 32 cerrarse; 20 de casas, 11 de autos y la puerta de una iglesia. Las contó porque a esa hora ya tenía la sensación de que el mundo tenía algo para decirle.
La puerta de su departamento no abría con su llave, y cuando buscó su teléfono para avisarle a Clara que no podía entrar y vio las 16 llamadas perdidas entendió que era otra la puerta que ese día iba a cerrarse para siempre. 
Golpeó esa puerta de una casa que ya no era suya y pidió por favor. Clara salió y habló sin rodeos.
—Te dije que era la última oportunidad que te daba. — le dijo en tono de despedida, y él se fue callado y sin protestar. Porque supo que había estado distrayéndose en alacenas que se cerraban y otros detalles sin importancia, no ese día sino muchos otros, mientras Clara le iba cerrando, de a poco, su corazón y su vida.
No trató de abrir esa puerta porque si algo le había dado vueltas en la cabeza todo ese día, viendo puertas cerrarse, era que en ninguna había vuelta atrás. 
Caminó desabrigado abajo de una llovizna que recorría muchas calles, pensando si en algún momento iría a encontrarse de nuevo, por lo menos, con una puerta entreabierta.


Tamara

sábado, 7 de junio de 2014

Ella

Ella ya no podía creer en nada y en nadie: había perdido por completo la capacidad de sentir cualquier tipo de fe. No podía creer cuando le decían que todo saldría bien ese día, porque la vida ya le había salido mal. No podía creer cuando la abrazaban y le decían que esa historia sería “para siempre”, porque ya había vivido un triste final. No podía creer cuando la miraban a los ojos y le decían que era la primera vez se sentían atravesados por su mirada, tan profunda que perforaba el alma, porque ya le habían cerrado las pestañas del amor y la habían dejado sin ojos para mirar. Tampoco podía creer cuando le entregaban la vida, porque ella ya había conocido la muerte y llegado hasta los más rojos infiernos.

Pero cuando esos ojos la miraron y le dijeron te quiero, tan profundos que perforaban su alma, ella les creyó. Y supo que al entregarle su vida, esa historia sobreviviría para siempre en su memoria. 


A.

viernes, 6 de junio de 2014

El inteligente

Lo primero que le dice el teléfono inteligente esa mañana es que va a llover. También que no hay tráfico en la General Paz y que le sobran minutos para desayunar. Más tarde un mensaje con una carita feliz le dice que lo quiere y que está todo bien. 
Envía un e-mail que dice que va a terminar todo el trabajo y va a enviarlo mañana a primera hora. Recibe otro que dice que va a llegar más trabajo esta semana. Un anuncio de Frávega dice que las impresoras están baratas y una imagen mal diseñada habla de amistad y otra, horrenda, de fiesta y de "they can't wait". 
El sol brillando furioso colándose por las rendijas de las persianas es la primera señal de que no puede fiarse de nada de eso. 

Tamara

martes, 3 de junio de 2014

(Paréntesis)

El primer gesto fue mínimo: correr dos milímetros una silla en el bar para sentarse más cerca. Así empezó todo. 
El primer gesto de hastío también fue minúsculo: sirvió un poco menos de café, para que terminaran más rápido de tomarlo y volvieran más rápido a sus cosas. 
Dos ínfimos signos definen el principio y el final de un recreo en sus existencias.

Tamara

Ando vagando

El flaco de la guitarra me interrumpió la meditación para ponerse a tocar un Charly viejo y melancólico. El sonido era malo, el parlante estaba saturado y la voz un poco también. Por lo menos los ruidos pretenciosos de su música tapaban el chillido espantoso de los pájaros. También tapaban los cuentos de la mina esa que tenía cerca y hablaba de sus amores con la rubia de pelo corto. Plaza Francia estaba mitad sol, mitad sombra, con límites trazados como fronteras imaginadas por los árboles: la misma lógica que dividía al mundo. Me tuve que correr varias veces para no quedar del todo en las tinieblas: estaba bueno un poco de sol en la cabeza, calentar las ideas, carburar el motor. A veces venía una que otra brisa de inspiración. La mala era que se me entibiaba la cerveza.
Mi amigo, el borracho del árbol grande, me vio y se acercó. ¿Qué hacé’ amiga´?, la Quilmes se movió peligrosa en su mano y su aliento me hizo sentir un poco más viva. Hacía calor para ese gorro coya que siempre llevaba puesto como tabú y esa camisa de lana que seguramente le picaba. Me alegró verlo. Lindo el día, ¿no?¸ yo le contestaba con la cabeza, sabía que lo que él quería era hablar y escucharlo no estaba tan mal. Me acuerdo de vo’ por lo’ rulo’. Me di cuenta de que nunca le había preguntado el nombre. Tampoco lo hice esa vez: preferí dejar las cosas en el umbral de lo azaroso. Un nombre es un paso abismal. Agarré una ramita del piso y me puse a molestar a una hormiga que arrastraba un pedazo de hoja: me entretuve jugando a deshacerle el camino que con tanto empeño seguía, a presionarla y soltarla con la ramita probando las teorías del poder, a hacerla creer que iba a cumplir con su trayecto marcado como un destino. Pero la vida no era tan fácil. Después de que anduvo unos cuantos centímetros más, la aplasté por la mitad y escuché, si es que realmente fue eso, cómo crujía. La dura realidad: el destino no existía. Sonreí.  
Mi amigo se rascaba el brazo y seguía hablando. Le miré los ojos de cristal, rojos por la borrachera, y me dio asco el mundo. Ese tipo era amigo de la vida y abuelo de la experiencia. Y a pesar de eso era él el que vivía en el árbol. No podía hacer nada por él. No podía hacer más nada por mí. No existía remedio para la injusticia. No existía la antítesis social.
Y me tiré a mirar el cielo un rato. 

A.

domingo, 1 de junio de 2014

El señor sin tiempo

Al señor sin tiempo le encanta de esta época la cantidad de reflejos en los que se puede ver. A veces termina de interpretar uno de sus papeles y se conversa, en alguno de los reflejos oscuros y nublados que lo encuentran en todas partes, pensando que no es él sonriendo porque se creyó su propia mentira, sino que es alguien más, alguien del otro lado del espejo que le hace un guiño y le devuelve un gesto demás.
El señor sin tiempo es un enviado del futuro o del más allá (que quizás sean lo mismo) para resolver historias trabadas. Se encarga de inventar los diálogos de situaciones sin solución. Su cargo fue creado en una asamblea de paz del año 15303, pero estuvo en Egipto intercediendo en la evolución de la escritura, en alguna caverna donde alguien inventó una expresión parecida a "te quiero" por primera vez, y en millones de plazas de todas las épocas tratando de que las personas entendieran el amor. Desde el 2000 en adelante tiene más trabajo pero trabaja menos, paradoja no de la experiencia, sino de Internet y la conectividad.
Se mira una mañana en una pantalla de teléfono apagada y se hace una mueca, sacando la lengua. Lo mandaron a inventarle diálogos a unos adolescentes otra vez. En algún otro tiempo inventó el discurso de un líder revolucionario y en otro el comunicado a la población de que el meteorito estaba por chocar contra la Tierra. Pero hoy tiene que tirar algunas frases hechas y nada más. Un trabajo de rutina. Entonces la pantalla le guiña el otro ojo. Y decide no inventar nada. Que se arreglen ellos, o que sufran un poco. Y se va a dar una vuelta por la plaza.
 Tal vez les complicó la vida, pero quizás les dio el espacio de crear algo más lindo que un romance de rutina.

Tamara