Me gusta hablar con Amalia porque desprecia mis preocupaciones con un tonito que las vuelve cómicas. Su mano arrugada me acercó una criollita con mermelada. "Y eso que vos naciste cuando todavía no había celulares", me dijo. Y me contó una historia.
Se trataba del romance de dos que se encontraban en plazas porque vivían lejos. Tenían que mandar a alguien que fuera caminando a avisarles dónde se iban a encontrar la semana siguiente.
Le dije que me encantaban las historias de antes. —Ahora no hay nada para contar, no le voy a contar a un nieto la historia de una vez que no me contestaron un whatsapp...—
Me respondió que acababa de decir una tontería, y tuve que estar de acuerdo.
Pero todavía más tonto era el problema con el que había arrancado la conversación. "Creo que me estoy volviendo loca, porque me imagino que el celular vibró, y no vibró nada".
—Pero chiquita, se te habrá movido en el bolsillo.
—No, a veces pasa cuando lo tengo en la mesa. Lo siento cada tanto.
—¿Será que justo estaba pasando el tren?
—No. Es más fuerte. Me vibran hasta los pies, — le dije, y se rió de mí.
—En mi época, lo único que te vibraba hasta los pies era el corazón.— Me contestó, y miró por encima de mi hombro, como mirando a aquel tiempo en que para encontrarse confiaban en los árboles. Que no vibraban. Que no mentían.
Tamara
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