"Pandora abrió la caja y salieron decenas de diablillos", leí. Levanté la vista y la miré a Catalina, que tecleaba poseída en la computadora. Estaba escribiendo un artículo, desde el sillón podía ver el título, que decía "legalización", y que seguro era del aborto o de la marihuana o de alguna de esas cosas sobre las que a mi me daba pánico que ella escribiera. La vi sonreír y me aterré, me la imaginé como una Pandora frágil que no sabía lo que estaba haciendo, la caja que habría, el lío en el que podía meterse.
—Dejate de revolver en esas cosas, Catalina, que sos muy chica. — Le dije. Y ella, que siempre tiene respuesta para todo, miró el libro que yo estaba leyendo y me dijo que no entendía nada, que el problema de Pandora no era haber abierto la caja, sino que se había asustado y la había cerrado antes de tiempo. Y le contesté que no se hiciera la viva, que a ver como le iba dejando la caja abierta más tiempo.
Pero seguí leyendo, y me acordé de que, alguna vez, su madre y yo fuimos jóvenes, y hasta pensamos en ponerle de nombre Esperanza, antes de decidirnos por Catalina. Pero habíamos elegido ese nombre, que nos parecía muy serio. Y el librito de nombres con el significado de Esperanza lo habíamos dejado, como Pandora, encerrado en alguna caja, que perdimos en la mudanza cuando nos vinimos para acá.
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