Sólo nos quedó de ellos la plaga. Los invasores (ese nombre les puso Mimí) llegaron cuando eramos casi unas niñas. Se quedaron lo que en ese momento pareció una eternidad, pero fue un tiempo muy corto en comparación con lo que es una vida. Pasaron por el pueblo como una horda capaz de devastarlo todo, aunque en verdad no destruyeron nada. Sólo nos trastocaron un poquito, o bastante, las existencias.
Realmente su estadía no fue gran cosa. Y en principio, su partida, tampoco. No los extrañamos, cuando se fueron fue como si simplemente hubiera terminado un sueño extraño. Pesadilla, dice Mimí, sueño, digo yo, nunca nos vamos a poner de acuerdo.
Recién cuando ya habían pasado unas semanas de su partida nos dimos cuenta. Estaban por todos lados. Habían dejado el pueblo lleno de bichitos.
Primero aparecían por casualidad. Una se bañaba y le salía alguno del champú. Te preparabas un té y salían caminando rapidito del aparador. Hacías la cama y allí estaba, una fila como de hormiguitas corriendo desde abajo de la almohada.
Después empezó a ser peor. Ya no estaban sólo en los detalles. Uno bajaba conversando por la barranca y de repente zaz, un enjambre volador pasaba y cortaba en seco cualquier charla, te dejaba pensando el la última palabra dicha. Estabas durmiendo y pum, te despertabas con una nube de ellos zumbándote alrededor de la cabeza. Intentabas pasar una tarde leyendo en paz bajo un mosquitero pero plum, de repente volvías a la realidad por el cosquilleo, los tenías trepados por todo el cuerpo.
Tratamos de terminar con ellos, por supuesto. Venenos caseros. Venenos industriales. Fumigadores. Exterminadores que venían de la ciudad. Parecía que ya no estaban y cuando te descuidabas paff, abrías una caja de lápices de aquella época y setecientos de ellos trepados a tu pelo otra vez.
Después tratamos de ignorarlos. Las mujeres iban a las fiestas como si las filas de hormigas negras que les desfilaban por los escotes fueran algún bordado del vestido. Tomábamos la sopa como si nada hubiese nadado en ella.
Y al final, con el tiempo, los tuvimos que aceptar. Aprendimos a vivir con ellos. Les hicimos un lugar en nuestras casas y hasta en nuestros cuerpos. En este pueblo se cocina de más, porque hay que alimentarlos; se viste ropa oscura cuando se va a la ciudad para que no se noten los bichitos paseándonos por las espaldas. Se duerme con su zumbido y aunque yo nunca salí del pueblo, los que se fueron y volvieron dicen que cuando no están se los extraña.
Parece una cosa de locos, que nadie extrañó a los invasores, pero que ahora, cuando nos alejamos, extrañemos a estos bichos.
Una vez llegaron unos médicos y unos periodistas escandalizados, dijeron que como podía ser que no hicieramos nada para dejar de vivir inundados de parásitos, dicen que somos un pueblo de locos.
Nosotros no estamos de acuerdo. Son parte de nosotros. Cuando llegaron, no fue culpa nuestra. Y ahora se nos hizo costumbre vivir con el cosquilleo en el cuerpo. Son nuestra compañía, una presencia que por las noches nos hormiguea por los pies y por las tardes nos acaricia las orejas.
Expertos del mundo se ofrecen gratuitamente a exterminarlos. Muchos en el pueblo se están desesperando, quieren marchar para que nos respeten la decisión de seguir viviendo con ellos.
Yo les digo que no pierdan tiempo. Que los dejen. Que vengan. Que traigan sus venenos. Que traten de matarlos.
Que no van a poder.
Tamara
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