Era la llamada
hora mágica en toda la intrépida ciudad de buenos aires. A veces ella se
preguntaba donde había adquirido frases tan vulgares y hechas como “hora mágica”
probablemente se lo había dicho alguna vez su madre que lo había leído en algún
libro espiritual. Lo cierto es que la “hora mágica” era una posición especial
del cielo cuando el sol caía iluminando con los últimos rayos los bordes de los
rascacielos y edificios. Los tacheros clamaban” esta cayendo la tarde”. Las
madres volvían con los chicos del colegió y se decían “hay que apurarnos que cae
el sol” esta frase era todavía más apocalíptica. Lo cierto es que en muchas tradiciones
las siete de la tarde representaba una hora mágica de transición entre el mundo
de los vivos y el mundo de los muertos, hora de rituales donde las brujas se
preparaban para la reunión. (Si yo también me imagino un montón de señoras
narigonas y con sombrero y alguna que otra verruga poniéndose maquillaje y
rubor en las mejillas).
Las siete de la
tarde era, una hora taciturna, también plagada de melancolía. El sol se hundía
mostrando las miserias de la noche. Los buenos corrían a esconderse y las
inmediaciones de congreso comenzaban a llenarse de algunos parias temidos por
señoras conchetas que solo buscan, como todos nosotros, un mango salvador. Los
locales iban cerrando sus puertas, los
trajes corrían por avenida florida y miles de empresarios volvían a sus casas
en autos. Las colas de los colectivos se atestaban de gente, los cuerpos se
empujaban y en el subte algunos cuerpos quedaban pegados tristemente contra el
vidrio en pos de volver a casa en ese último viaje.
Pensando que les
deparará el mañana, cuando alineen sus relojes que sonaran en exactamente doce
horas y los devolverán a un mundo de presiones, zambullidas en papeles y
horarios escuetosy la poca magia que tiene este mundo quedará perdida entre
la luz artificial de los techos y el gris envolvedor de las oficinas.
Sofía
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