Alguna vez había
parecido una cocina. Ni siquiera estábamos seguros de que lo hubiera sido, no
del todo. Siempre había existido, en ese lavadero, en esas alacenas de madera y
ese mesón de mármol, un secreto a punta de lengua, un mundo que se mostraba escondido.
Y por supuesto, no tardamos en descubrirlo y, como por instinto humano, deseamos conquistarlo.
La primera vez que
notamos que el destino regía por encima de nosotros y de la casa, que algo allí
tenía vida e historia y esa diacronía nos trascendía, el secreto nos fue
revelado sin explicación alguna. No sé bien a quién se le
ocurrió trasladar en fila india todos los instrumentos: la guitarra, el cajón,
el teclado. Las posiciones las
asumimos sin consultarlo. Todos habían nacido específicamente para ocupar el
lugar adecuado entre los azulejos acústicos. Como corresponde a la historia,
comenzamos con las notas de doce compases y sólo después pasamos a Johnny Dodds
y Henry Kaiser, a algún bongó improvisado con ollas y cucharas de madera, y por
algún motivo ahí, todos sentados entre el humo y el alcohol, la música salía
sola. De a
poco se nos iban agregando instrumentos, que una pandereta por acá y unas
cacerolas por allá, y nos emborrachábamos con negritas y blanquitas y todos los
colores que quisiéramos inventar.
No podíamos salir de
ahí. Sentíamos que éramos dueños de un secreto, que nos había sido entregado un
regalo de complicidad, y no podíamos echarlo a perder. Temíamos alejarnos de
eso que alguna vez había parecido una cocina, que ahora parecía una sala de
ensayo con fuerzas magnéticas que nos acercaban y repelían, y quién sabe qué
parecería después; temíamos que el espacio y el tiempo se nos fuera quitado y perderlo
para siempre en el vacío, en ese paralelismo de mundos que luchan por hacerse
notar. Nos turnábamos, de a ratos, para salir a reponer el alcohol y el tabaco,
para darnos un baño ocasional o invitar a alguna que otra admiradora y
pelearnos como tigres por ella. Pero como todo
lo que se vuelve rutina, el espacio nos comenzaba a pesar y las sonrisas se
iban remplazando por fatigas. El humo se pegaba a las paredes creando capas de
mugre, y en el piso ya no cabían ceniceros ni botellas ni vidas perdidas. Nos
hartábamos lentamente, muriendo en cada nota, en cada agudo y cada grave, en
cada hora que nos abatía el ritmo. Nuestros
temores eran ya certezas: sabíamos que lo que parecía eterno llegaba a su
final, que ningún universo tenía cadena perpetua, y que la música no existía en
el más allá.
Y como aceptando un
pacto silencioso fuimos saliendo de a uno, cada cual con su tiempo de
despedida, dejando a nuestras espaldas el umbral mágico de los días felices. Y
cuando salíamos mirábamos atrás para asegurarnos, parpadeando un poco aliviados
y otro poco con tristeza, que sólo veíamos una cocina y nada más.
A.
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