jueves, 24 de julio de 2014

La cocina

Alguna vez había parecido una cocina. Ni siquiera estábamos seguros de que lo hubiera sido, no del todo. Siempre había existido, en ese lavadero, en esas alacenas de madera y ese mesón de mármol, un secreto a punta de lengua, un mundo que se mostraba escondido. Y por supuesto, no tardamos en descubrirlo y, como por instinto humano, deseamos conquistarlo.
La primera vez que notamos que el destino regía por encima de nosotros y de la casa, que algo allí tenía vida e historia y esa diacronía nos trascendía, el secreto nos fue revelado sin explicación alguna. No sé bien a quién se le ocurrió trasladar en fila india todos los instrumentos: la guitarra, el cajón, el teclado. Las posiciones las asumimos sin consultarlo. Todos habían nacido específicamente para ocupar el lugar adecuado entre los azulejos acústicos. Como corresponde a la historia, comenzamos con las notas de doce compases y sólo después pasamos a Johnny Dodds y Henry Kaiser, a algún bongó improvisado con ollas y cucharas de madera, y por algún motivo ahí, todos sentados entre el humo y el alcohol, la música salía sola. De a poco se nos iban agregando instrumentos, que una pandereta por acá y unas cacerolas por allá, y nos emborrachábamos con negritas y blanquitas y todos los colores que quisiéramos inventar.
No podíamos salir de ahí. Sentíamos que éramos dueños de un secreto, que nos había sido entregado un regalo de complicidad, y no podíamos echarlo a perder. Temíamos alejarnos de eso que alguna vez había parecido una cocina, que ahora parecía una sala de ensayo con fuerzas magnéticas que nos acercaban y repelían, y quién sabe qué parecería después; temíamos que el espacio y el tiempo se nos fuera quitado y perderlo para siempre en el vacío, en ese paralelismo de mundos que luchan por hacerse notar. Nos turnábamos, de a ratos, para salir a reponer el alcohol y el tabaco, para darnos un baño ocasional o invitar a alguna que otra admiradora y pelearnos como tigres por ella. Pero como todo lo que se vuelve rutina, el espacio nos comenzaba a pesar y las sonrisas se iban remplazando por fatigas. El humo se pegaba a las paredes creando capas de mugre, y en el piso ya no cabían ceniceros ni botellas ni vidas perdidas. Nos hartábamos lentamente, muriendo en cada nota, en cada agudo y cada grave, en cada hora que nos abatía el ritmo. Nuestros temores eran ya certezas: sabíamos que lo que parecía eterno llegaba a su final, que ningún universo tenía cadena perpetua, y que la música no existía en el más allá.


Y como aceptando un pacto silencioso fuimos saliendo de a uno, cada cual con su tiempo de despedida, dejando a nuestras espaldas el umbral mágico de los días felices. Y cuando salíamos mirábamos atrás para asegurarnos, parpadeando un poco aliviados y otro poco con tristeza, que sólo veíamos una cocina y nada más.  

A.

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