lunes, 24 de marzo de 2014

La Despedida


Entró sigilosa a la habitación esperando que su hija no la vea , para no defraudarla. Se sentó en la cama y curvando su columna aún más que nunca se prendió un cigarrillo.
Se agarró la cabeza y las lágrimas caían incontenibles sobre su rostro poblado de marcas, ella no las disipaba de su cara, estaba pasmada, tratando de entender como podía de un día para el otro perder un pedazo tan grande de su vida.
Se tomó las manos y recordó mirando con sobriedad el piso que nadie sufriría su partida tanto como ella. Todos los recuerdos de la infancia con sus padres en esos momentos en que él salvaba sus tardes se le abalanzaron por la habitación junto con : los abrazos, los llantos, millones de cumpleaños, consejos terriblemente memorables, ojos, cuerpos, besos, nadie. Nadie sufriría lo que ella estaba sufriendo.
Al otro día las escuelas seguirían abriendo, los canales de televisión escupirían sus bazofias cotidianas, los relojes sentenciaran las doce, pero todo para ella se habrá detenido. Los pájaros seguirán cantando, su hija seguirá necesitándola, pero ella ya no podrá fingir la misma fortaleza.

Y ahí estaba el aroma a campo de ese domingo cuando juntos andaban en bicicleta, parecía tan ayer, que aún podía tocar su piel, sentir, la pureza de la juventud en sus movimientos.
Las palabras volaban en derredor en la habitación, su piel helaba, las agujas pasaban centelleantes, más veloces que nunca en el reloj de la indecisión.
No hay nada peor que ver partir, pensó.
El teléfono sonó. Atendió. Miró hacia la ventana y tragó saliva fuertemente.
 Afuera la tormenta de Santa Rosa comenzaba a aparecer y los relámpagos iluminaban un perfil preocupado con un teléfono en la mano. La ventana se fue prendando de sutiles gotas.
Cerró la puerta rápidamente de una patada temiendo que alguien escuchara.
 Desconéctenlo clamó.
Los relámpagos iluminaron la habitación y la tormenta estalló.



Sofía Gómez Pisa.

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