Entró sigilosa a la habitación esperando que su hija no la
vea , para no defraudarla. Se sentó en la cama y curvando su columna aún más
que nunca se prendió un cigarrillo.
Se agarró la cabeza y las lágrimas caían incontenibles sobre
su rostro poblado de marcas, ella no las disipaba de su cara, estaba pasmada,
tratando de entender como podía de un día para el otro perder un pedazo tan
grande de su vida.
Se tomó las manos y recordó mirando con sobriedad el piso
que nadie sufriría su partida tanto como ella. Todos los recuerdos de la
infancia con sus padres en esos momentos en que él salvaba sus tardes se le
abalanzaron por la habitación junto con : los abrazos, los llantos, millones de
cumpleaños, consejos terriblemente memorables, ojos, cuerpos, besos, nadie.
Nadie sufriría lo que ella estaba sufriendo.
Al otro día las escuelas seguirían abriendo, los canales de
televisión escupirían sus bazofias cotidianas, los relojes sentenciaran las
doce, pero todo para ella se habrá detenido. Los pájaros seguirán cantando, su
hija seguirá necesitándola, pero ella ya no podrá fingir la misma fortaleza.
Y ahí estaba el aroma a campo de ese domingo cuando juntos
andaban en bicicleta, parecía tan ayer, que aún podía tocar su piel, sentir, la
pureza de la juventud en sus movimientos.
Las palabras volaban en derredor en la habitación, su piel
helaba, las agujas pasaban centelleantes, más veloces que nunca en el reloj de
la indecisión.
No hay nada peor que ver partir, pensó.
El teléfono sonó. Atendió. Miró hacia la ventana y tragó
saliva fuertemente.
Afuera la tormenta de
Santa Rosa comenzaba a aparecer y los relámpagos iluminaban un perfil
preocupado con un teléfono en la mano. La ventana se fue prendando de sutiles
gotas.
Cerró la puerta rápidamente de una patada temiendo que
alguien escuchara.
— Desconéctenlo —clamó.
Los relámpagos iluminaron la habitación y la tormenta
estalló.
Sofía Gómez Pisa.
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