Sonrió algo incómoda.
Por supuesto que se sentiría así, si como por mandato de un tirano la habían
obligado a zambullirse en esa guerra de ciclones que giraban desconcertados
como satélites amparados por pestañas de glasé. Sus ojos avellana me recordaron
a algunos otros ojos desnudos y transparentes; a alguna otra mujer, eclipsada y
melancólica. Esos ojos eran otros, y yo no era más que un solo ojo perverso y
vigilante; no era otra cosa que un Cíclope embistiendo la Gran Muralla,
debilitando de a poco la barrera de avellanas que me separaba de aquél Imperio
palpitante en su corazón. A medida que las puertas caían anunciando mi
victoria, la luz colonizadora me cegaba para siempre.
Y en un microsegundo,
las cuerdas flojas de mi destino me ahuyentaron de ahí. No pude evitar
pestañear. Perdí el juego, y la perdí.
Alejandra M. Zani
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