La casa es vieja. Recuerdo que
tenía el piso de madera marrón oscuro, y que al
lado de la puerta principal había una mancha de sangre. Nunca pudieron quitarla
con nada, tampoco se preocuparon en esconderla.Todos maltrataron cada rincón hasta arruinarlo.
Los niños y adultos jugaban con
las piedras, se las tiraban por la cabeza y hasta el primer llanto que
terminaba en sangre no paraban.
Hace tiempo que nadie viene por acá.
A nadie le importó vender ni siquiera los
animalitos de piedras preciosas que estaban sobre la mesa de mármol en el
centro del living. Todos olvidaron los discos y libros sobre la cama de una de las hijas. Las habitaciones estaban minadas de bolsas negras que estaban cubiertas de
polvo. Un día volví,sin llaves y con un plan.
Mi tía me había dicho hacía unos
domingos que la vecina de al lado había muerto hace tiempo. Entonces no dudé.
Salí rápido de casa a la vereda, salté “la reja petisa”y con pasos delicados
llegué hasta el paredón del objetivo.
Jugar a ser niña no es fácil; el
cuerpo es otro, cambió. Las habilidades sólo tienen vida útil en determinado
periodo de la vida. Yo había perdido, quizás nunca lo tuve. Sólo sabía que
estaba en otro.
Las puertas no tenían cerraduras,
había telarañas por todos lados. Incluso, tuve una en la cabeza hasta que me di
cuenta. En medio del pánico, la quité de mi pelo. En la puerta principal
había muchos sobres, algunos eran sobres
de luz, gas y otras cartas con remitente de Rusia. Lamenté no tener conmigo los
anteojos para leer de cerca porque si no me hubiese sentado en el sueño
mugriento, a leer intimidades ajenas.
Abrí la puerta gigante de madera
vieja. El olor a humedad me llenó los
pulmones con años de abandono. Yo tenía los míos también, sentía que envejecía
en cada paso adentro de esa casa.
Cómo un bebé que recién empieza a dar sus
primeros pasos, caminé con miedo por la oscuridad. Choqué contra el paragüero,
nada fue más oportuno; tomé uno y lo usé como el palito blanco de los ciegos
para llegar a destino sin tropezar, ni
romper nada.
Cerca del destino que había
elegido para esta excursión a mi pasado prometedor, dudé por unos minutos. No
sabía que estaba haciendo o que quería hacer. Respiré profundo y retomé el
camino. Aprendí a respirar profundo cuando me prometí no llorar más, salvo en
las muertes de familiares cercanos.
Abrí otra puerta más, entré, apoyé
con cuidado el paraguas sobre el picaporte. Me quité el saco y busqué la llave
que necesitaba para seguir. Conservé durante años un recuerdo estaba jugando con el presente
para comprobarle a mi pasado si todo esto era real o falso.
¡Verdadero!, grité, y nadie dijo
nada.
La llave estaba debajo de la
máquina de escribir. Abrí el barcito oculto en la biblioteca. De niña, todo eso
no era más que un espacio lleno de botellas con distintas formas y colores, donde
atrás había un espejo que ahora
reflejaba mi historia de vida en los ojos negros de tanto fumar.
Crecí y soy una enferma en estado
crónico. Esas botellitas son mi
remedio. Un amigo me dijo antes de morir
que él también estaba enfermo pero no de amor, sino de alcohol.
Cuando se llora por amor o por la
botella vacía, es lo mismo un beso que puede desarmar en mil pedazos los labios, como el whisky que prende
fuego la boca y arde desesperado. Ambos
son hijos no reconocidos de la soledad en la ciudad porque en el campo las
tristezas son otras, eso decía la vecina que murió.